Había un bar en la plaza del pueblo. Al frente, durante cerca de 30 años, los hermanos Barroso: Fernando y Joaquín. Con los recuerdos de todos saldrán piezas de un puzzle gigante, de cuando las barras estaban llenas hora tras hora y todo parecía otra cosa.

Había un bar en la plaza que se llamaba El Caserío. Lo llevaban dos hermanos: Fernando y Joaquín. Hubo una temporada que después de las inauguraciones de El Foro íbamos a tomar unas raciones antes de acabar en Barrio Séxamo. Recuerdo sus mollejas, sus patatas con ajo y perejil, su morcón, su queso ultracurado, sus perrunillas… ¡Ay!. Cerveza y a veces vino de pitarra.

Abría pronto. Los hermanos Barroso y su equipo estaban preparados para poner el café a los más madrugadores, e incluso a los trasnochadores. A lo largo del día iba renovándose el público. No faltaban las tapas y las raciones. Allí estaban Walter y Germán, al pie de la barra también, dos buenos discípulos, y los últimos. Recuerdo días entrañables con Enrique Sánchez Leal y Paco Balari. Allí se hacían negocios, se quedaba, se charlaba y se discutía de fútbol. Imagino que mucho.

Me fascinaba Fernando, que su único día libre a la semana decidió dar clases de pintura en el patronato, y su alegría cuando iba colgando sus cuadros. Siempre me pareció un hombre profundamente bueno y feliz.

Una cosa que me encantaba de El Caserío eran sus ventanales. Era un poco el estilo de “The windows of de Village”, y por la noche, cuando quedaban los últimos clientes, podía tener un aire Hooper. Esas vistas privilegiadas a la plaza, con su atractivo ir y venir de gente. Ese aluminio, las columnas, la iluminación y la decoración tan modernas, a caballo entre los sesenta y los setenta.

Con Joaquín todavía nos encontramos y nos saludamos, con la bonhomía familiar que reconozco y ese toque suyo que siempre me parece algo irónico, con su retranca, de ojos que han visto tantas cosas…

Cada pozuelero tendrá sus recuerdos de El Caserío. Entre todos se podrá hacer un puzle de momentos, anécdotas, charlas, buenos ratos. Unos preferirán las migas, otros las ancas de rana o los callos. O el jamoncito cortado con cuchillo afilado. O la que se montaba en las fiestas de setiembre, en que se hacía del día noche, y de la noche día.

De alguna forma ha sido uno de los bares que han formado parte de la vida de un Pozuelo que ha cambiado mucho, y de la mía: he ido a tomarme una jarra de cerveza a última hora, tras un duro día de hospital (cuando yo solo era el acompañante). He quedado con amigos para charlar, lo hemos invadido después de alguna exposición en el Ayuntamiento -sin avisar, y siempre bien recibidos-.

Parece que ya solo escribo de sitios que no existen. Al pensar en el edificio derrumbado, he sentido cierto desasosiego. Pero me ha encantado encontrar una fotografía  que reúne a Ana Marzoa, María Carvajales, Carmen Fuentes, Jesús Mora, Paco Balari, Pepita y su hija Esther, mi madre, Pilar, y mi hermana Elena. Veníamos de una inauguración de Enrique Sánchez Leal en el nuevo ayuntamiento, si no me equivoco, que todo es posible. Se nos ve felices. Esa felicidad que compartimos en sitios ya perdidos, en los que disfrutamos con  seres queridos,  aunque algunos ya no estén.

Jesús Gironés