Elena Carnero lleva dos décadas a pie de barra. María Jesús Luque doce años con un pequeño periodo de ausencia que dedicó al cuidado de sus gemelas. Elena tenía veinticuatro cuando le comentó a su primo que le interesaba trabajar en sus chiringuitos de las fiestas patronales. María Jesús acababa de cumplir dieciocho cuando, siguiendo los pasos de su hermana mayor, quiso probar suerte en el recinto de la Estación. Ninguna sabía tirar cerveza. Las dos han vivido intensamente muchas noches de festejos también en el Pueblo. Hasta en el auditorio El Torreón. Tanto que se han convertido en familia. El día anterior al montaje de las casetas en la plaza del Padre Vallet estuve charlando con ellas, en otra con terraza, y antes de que llegara Miguel y apareciera Jose, acabaron confesando que lo de trabajar en el chiringuito crea adicción.  

Elena no imaginaba que el encuentro con David Madrigal tras unas vacaciones de verano iba a ser decisivo para los futuros descansos estivales. Su amigo trabajaba en los chiringuitos de sus primos Miguel y Nacho. Le pidió que les dijera que estaba interesada en echar un cable en las casetas a cambio de un dinerillo y que, por supuesto, sabía servir cañas. Pero la verdad es que su experiencia con el grifo era nula. Por entonces estudiaba Geografía e Historia en la UNED y en verano y navidad estaba contratada como dependienta en una tienda de ropa del barrio de Salamanca. Dos décadas después y, a pesar de haber desarrollado tareas de oficina, sigue vinculada a ese mundo. Como su hermana Pilar. Las dos trabajan durante el año en una conocida firma de moda infantil.

El primer contacto con la vida laboral de María Jesús fue a los dieciséis años. Ella sí que fue la reina del pollo frito. Comenzó en la cocina del restaurante de comida rápida Kentucky Fried Chicken donde llegó a ser encargada. Después vinieron otros trabajos pero lo de ponerse detrás de la barra de un chiringuito en las fiestas le llamaba la atención. Tenía ganas de probar nuevas experiencias. Había visto a su hermana Carmen hacerlo y se sentía capacitada. Cerca de chiringueitor -así llama al que es su jefe una o dos veces al año- lleva más de una década y sólo le ha dejado para dedicarse al cuidado de sus hijas.

Aunque siempre han destinado días de sus vacaciones a trabajar en el chiringuito reconocen que ya no es como antes. Que ya no desayunan en El Caserío sino en su casa. El horario de cierre ha cambiado y ha disminuido el tiempo detrás de la barra, entre cajas o en la plancha -también han pasado por la caseta de comida del recinto ferial- pero entre montar, colocar y desmontar el cansancio se va acumulando. Además hay noches a destajo como las de los conciertos o la Quedada Generacional pero las chicas dicen que el esfuerzo merece la pena y reconocen que su relación con los minis de cerveza, los mojitos y las copas es de amor, un vicio confesable, una adicción que ha afianzado sus lazos de amistad. Hace tiempo que dejaron de ser amigas para convertirse en familia.

Del calimocho a la ginebra

Las delata su mirada cómplice cuando narran su experiencia en común. Cuentan que siendo camarera se liga mucho y entonces la una le recuerda a la otra episodios vividos. Y se parten de risa con el típico tópico “¿Cuánto es? 6 euros. Qué guapa eres. Sí, pero son 6 euros”. Estoy segura de que se guardan mucho. A quienes trabajan en un bar se les suelen multiplicar, de repente, los amigos -como pasaba en el famoso anuncio de las galletas de chocolate- y de la noche a la mañana se convierten, a veces a su pesar, en psicólogas, animadoras de fiesta y confesoras.

Yo siempre he respetado el secreto de confesión así que pregunto a las chicas sobre cómo han cambiado los gustos en Pozuelo. Las dos lo tienen claro. Hace década y media la cerveza -ese clásico inmortal- y el calimocho eran los protagonistas indiscutibles. Hoy son la ginebra y, sobre todo el ron, los que triunfan desterrando para siempre viejas tradiciones como el duro o compartir vaso. A nivel de funcionamiento interno Elena me cuenta el bote ya no es lo que era y que el cambio de preferencias ha hecho que tenga que recordar a sus camareros -ahora es supervisora- que el hielo no crece en el cubo. Y de paso que la bolsa de basura no sale andando sola en dirección al contenedor. Y vuelven a reírse con ganas.

Lo que no cambia con el tiempo son las ganas de brindar y compartir alegría. De estrechar manos y golpear espaldas. De abrazar y besar. Es el espíritu de las Fiestas Patronales. Ese del que Ele, Chus y Pi -que reescribiría Pedro Almodóvar– llevan siendo testigos muchos años. Y los que vendrán.

Asunción Mateos Villar