La primera vez de David Castro fue con veintitrés años en la finca familiar de Pozuelo. Le pareció un buen sitio para hacerlo. Así que compró malta de cebada y con la ayuda del molinillo de café y la olla de su madre preparó un mosto que fermentó con levadura de panadería. A las tres semanas el caldo olía y sabía a cerveza. Lo que comenzó como una afición se convirtió en forma de vida. Década y media después, en un momento clave. Cuando trabajaba en una compañía informática donde había alcanzado una gran posición que se traducía en un buen sueldo. Ganaba mucho dinero pero sabía que con los años dejaría de hacerlo y no quería un futuro laboral incierto. Así que dejó su empleo y encontró una oportunidad de negocio en la cerveza. Nacía La Cibeles. Con una morena y una rubia; hijas del pueblo de Madrid. Han pasado ocho años y ahora en una fábrica que huele a campo se elaboran catorce referencias a las que pronto se unirán tres más: sin gluten, sin alcohol y bio.
El abuelo de David Castro compró un terreno en La Cabaña cuando la colonia era un pinar con algunos caminos. Lo que había sido la casa del guarda se convirtió pronto en cuartel general de la familia. Cada verano preparaba su mochila y se trasladaba a Pozuelo para disfrutar de las vacaciones escolares. Con el tiempo comenzó a hacer otra más ligera para pasar también los fines de semana. Lo de huir de Madrid dice el cervecero “se institucionalizó” en forma de segunda residencia.
De su niñez de rizos al viento recuerda ir andando a la verbena de las fiestas desde La Cabaña atravesando los aledaños del cementerio municipal para regresar por la noche disfrutando del campo y las estrellas. De ese cielo de Pozuelo que asegura sigue siendo maravilloso. Corrían los primeros años de la década de los ochenta cuando David se hizo “bicicletero”. Era su medio habitual de transporte y si la bicicleta pinchaba o se le salía la cadena no tenía más que dejarla en manos de su abuelo que enseguida la ponía a punto en la caseta-taller cercana al molino; un símbolo de la tradición familiar que aún sigue en pie. Le encantaba hacer “caballitos”. No me lo ha contado pero quizás quería impresionar a las chicas de la pandilla.
Por entonces quería ser informático y seguir los pasos de su padre que aunque es físico -ahora pertenece al club de los poetas verdes– trabajaba e impartía clase en el sector de la informática. Por el hijo y pensando en canalizar su inquietud hizo una inversión importante y le regaló uno de los primeros ordenadores IBM portables que salieron al mercado. “Era un chico muy nervioso, me vino bien desarrollar la vena autodidacta y aquello me llevó a optar por la Formación Profesional y las ramas de Administración e Informática de Gestión”.
A los diecisiete años David estudiaba y trabajaba en una empresa de eventos para sacar algo de dinero que después invertía en comprar ordenadores y viajar. Lo primero le sirvió para dar el salto a una gran empresa informática donde llegó a ocupar un alto cargo y lo segundo fue el origen de una pasión. Del ámbito laboral menciona un tiempo en el que tenía la sensación de conducir un Ferrari sabiendo que tarde o temprano llegaría a una curva cerrada y se estrellaría.
Y entonces, antes de tener un accidente, decides cambiar tu vida…
Eso es. Antes de que me la cambien sin permiso. Yo trabajaba en una compañía informática. Tenía una buena posición y ganaba mucho dinero pero era testigo de auténticos dramas. En las grandes empresas no se valora a los trabajadores a partir de los cincuenta años, se gestiona a la plantilla desde un Excel y las prejubilaciones, despidos o ajustes salariales destrozan familias. Yo no estaba dispuesto a pasar por eso. No quería quedar en Navidad con mis compañeros para contarnos nuestras penas. Así que tenía dos opciones; exprimir mi vida profesional al máximo corriendo un riesgo grande o cambiar por completo. Me decidí por la segunda pensando en asegurar mi futuro. Ahora gano menos dinero pero soy más feliz.
David versus Goliat
La felicidad le llegaba el mismo año que La Voz de Pozuelo dejó de salir a la calle. Como David ya había experimentado el placer de fabricar cerveza artesana con los utensilios de cocina de su madre y conocido el éxito a través de encargos para familiares y amigos pensó que estaba más que preparado para dar el salto. Siendo veinteañero lo hacía como forma de evasión pero con el tiempo tuvo claro que podía ser una alternativa de negocio.
Fue en plena crisis cuando abrió las puertas de una fábrica de cerveza a escasos kilómetros de su residencia de Pozuelo; en el Ventorro del Cano. Pero en otro término municipal. Quiso tener la sede de su negocio aquí y se fijó en alguna nave cercana al primer punto limpio y en la zona industrial del barrio de la Estación pero no pudo ser. Es una espinita que tiene clavada. Ahora está en Leganés pero se plantea un nuevo traslado porque las instalaciones se han quedado pequeñas. No me extraña…. no para de crecer.
Dentro de nada tres nuevas referencias se unirán a las catorce actuales que comenzaron siendo una morena y una rubia. En un claro homenaje a las hijas del pueblo de Madrid y tratando de que todo tuviera que ver con una fuente que durante años fue uno de los lugares de encuentro más importantes porque en la capital del reino no había agua corriente. Era cuando no existía el refresco de cola más famoso del mundo y se bebía una mezcla de agua, malta de cebada, azúcar, limón, canela y hielo escarchado que fue bautizada como Agua de Madrid.
Da gusto escuchar a David. Es como un libro abierto; lo mismo te habla de las peculiaridades de los dioses frigios como Cibeles que te explica el significado de la fermentación salvaje que surgió cuando dejamos de ser nómadas y comenzamos a cosechar cereales. Vuelvo al presente y le digo que corren buenos tiempos para los amantes de la cerveza (robando la frase de un anuncio publicitario). Asiente y sonríe. “Claro. Yo amo la cerveza y siempre quise crear todas las que se me pasaran por la cabeza. Sin perder nunca el sabor y la textura que caracterizan a La Cibeles”.
Lo suyo ha sido la lucha de David contra Goliat porque los gigantes de la industria cervecera no siempre reciben al pequeño con los brazos abiertos. Pero está orgulloso del esfuerzo realizado y los logros alcanzados. Hace un par de años puso sus grandes y expresivos ojos en lo que se cocía fuera de nuestras fronteras. El primer paso fue inscribirse en campeonatos que, además de permitirle integrarse en la comunidad cervecera internacional, fortalecieron su nariz y paladar. Hoy es juez de varios campeonatos del mundo como el europeo, el asiático o el mexicano y aprovecha sus estancias en el extranjero para reservar unos días al descanso y al disfrute personal.
Queso, mermelada y tiburones
Cambiamos de tercio y conversamos sobre el queso y la mermelada con sello La Cibeles; buenos productos “aliñados” con cerveza por artesanos y monjas que crean un ecosistema entre sectores. No tiene reparos en probar cosas nuevas y se atreve con todo. “El año pasado hicimos hasta helado de cerveza con la Imperial IPA”.
Justo hablábamos del postre cuando en el sitio de su recreo; una sala amplia con barra, mesas de madera y billar y máquinas que parecen sacadas de recreativos de los ochenta, irrumpe el grupo de universitarios que estaba visitando la fábrica y que había recibido una hora antes. Así que se disculpa y se aleja unos metros para dedicar unos minutos a los futuros farmacéuticos que parecen disfrutar tanto de la cata como de sus palabras.
Cuando regresa le lanzo la última pregunta ¿Qué haces cuando no es cerveza? Me contesta que volar, bucear y disfrutar de sus hijas. Como pertenece a un club a veces le da por subirse a la avioneta para comer en Portugal. Es tan libre volando como en las profundidades marinas rodeado de barreras coralinas o tiburones. En el continente americano o en las antípodas.
De camino a la puerta le comento que me parece una lástima que un cervecero de Pozuelo -y de mundo- no tenga presencia en las fiestas patronales o en los eventos gastronómicos que se organizan a lo largo del año. A él también se lo parece y dice que estaría encantado de echar un rato con sus vecinos. El nuestro se agotó sin darnos cuenta.
Asunción Mateos Villar
Fotos: Noel de las Heras