Según datos de la subsecretaría del Ministerio de Instrucción Pública, en 1903 cerca de doscientos niños y niñas, con edades comprendidas entre los 6 y los 12 años, estaban escolarizados en Pozuelo de Alarcón. En cuatro escuelas públicas y una privada. Por entonces una joven maestra, Martina García, comenzaba a enseñar las primeras letras en el barrio de la Estación gracias al apoyo del doctor Ulecia. Hoy, cerca de la calle que recuerda al médico, nace otra que lleva su nombre.
Ramon Jiménez y alumnos. Otro maestro con calle en Pozuelo. Año 1909
Doña Germana, coetánea a Doña Martina. Foto: A.C. La Poza
A comienzos del siglo XX los pequeños del barrio del ferrocarril tenían que caminar dos kilómetros para acudir a clase. Los vecinos se movilizaron y solicitaron al Gobernador de la Provincia la construcción de una escuela. Consiguieron que el órgano regional pidiera al Ayuntamiento incluir en los presupuestos de 1902 una partida destinada al equipamiento educativo. Que no se consignó porque los responsables municipales argumentaron que las necesidades estaban cubiertas con el aulario del pueblo y Húmera. Pero no se conformaron y años más tarde lograron que el Alcalde destinara una partida de gastos a cubrir el sueldo de una maestra, material escolar y el alquiler de un local para dar las clases… ¿Y quién era ella?
Se llamaba Martina García Sanz y había nacido en 1876. El doctor Rafael Ulecia y Cardona fue mentor y apoyo en los duros comienzos. No en vano sufragó todos sus gastos durante el primer año de docencia en el barrio. A cambio, Doña Martina dedicó su vida a enseñar a leer y escribir a varias generaciones de vecinos del barrio de la Estación. Que, como Rafael Rubianes, no han olvidado sus clases. En su caso en “el once”, una singular construcción -hoy desaparecida- habitada durante décadas por gentes de clase obrera, empleados de Renfe y el practicante Ángel Negro.
El autor del libro “De la ilusión a la ruina” -que se presenta el próximo jueves 4 de abril en el barrio- fue su alumno entre 1948 y 1951 y recuerda a Doña Martina jubilada pero en activo. Con toquilla y de riguroso luto. Dando clase en su casa del primer piso, al que se accedía por un patio interior presidido por un pozo y subiendo unas anchas escaleras. Como sus compañeros, con la excepción de Emilio y Jesús que vivían en el once, esperaba cada mañana a que la maestra volviera de oír misa para subir a clase en una ordenada fila. “Había un pupitre largo a la derecha de la habitación para los mayores, una mesa baja redonda para los medianos y una mesita en el centro para los de menor edad”.
De todos los objetos que decoraban el espacio destinado al aprendizaje Rafael recuerda una hucha con la figura de un negrito arrodillado, vestido con un hábito religioso, que balanceaba su cabeza en señal de agradecimiento cada vez que alguno de los chicos echaba una perra gorda a través de la ranura. Y tinteros de porcelana blanca “embutidos” en alojamientos de pupitre que se acababan y Doña Martina rellenaba con agua porque aún quedaban posos. “Era una mujer paciente y cariñosa que a veces imponía algún castigo para restablecer el orden en el variopinto grupo y decía aquello de te voy a meter el brazo por una manga que, sin tener muy claro qué significaba, nos resultaba una amenaza totalmente efectiva”.
Martina García Sanz murió en Madrid el 14 de julio de 1973. Tenía 97 años. Pero se ha quedado, además de en el callejero, en la memoria de quienes la conocieron. Sobre todo de sus alumnos.
Asunción Mateos Villar
Foto de apertura: El maestro Jesús Navalpotro y sus alumnos. Años cincuenta. Siglo XX