El que ha subido la mitad de los puertos de España en bicicleta vino al mundo el 13 de mayo de 1935 en Lagrave, una aldea de 32 habitantes perteneciente a Boal (Asturias). De su patria querida guarda pocos recuerdos -si acaso relacionados con las tareas del campo- porque con doce años se subió solito a un tren que lo trajo a Pozuelo de Alarcón. Venía a trabajar a El Riojano, la única tienda de ultramarinos con bar y terraza del barrio de la Estación. Porque en su tierra no había futuro. A las pocas horas de llegar le dieron un guardapolvos y una escoba. Por entonces ya se sabía de memoria la enciclopedia Dalmau Carles Pla de segundo grado. Lo demás se lo enseñó la vida.

Siempre hablamos. En cualquier rincón de la ciudad. Y nos preguntamos por los nuestros. La última vez le dije que mi frigorífico era mayor de edad y seguía funcionando como el día que me lo trajo a casa después de montarme la cocina. Pero esa tarde trasladamos la conversación a su base de operaciones; una habitación repleta de libros -los que la leído los tiene etiquetados-, cintas de vídeo, álbumes de fotos y un centenar de trofeos conseguidos en competiciones de ciclismo. Pedaleando lleva media vida. El último puerto lo subió hace relativamente poco. Con 78 años y distrayendo a unos jóvenes de Las Rozas que se veían incapaces de alcanzar la meta.
La suya la tenía clara desde niño. Desde aquel día de San José en el que dejó una aldea próxima al mar -sin conocerlo-, y a su familia, para labrarse un provenir en un pueblo de Madrid. Le había llamado el encargado de una fábrica que también era de Lagrave para ofrecerle una colocación. Así que se armó de valor y tomó una decisión que luego estuvo salpicada de alguna que otra lágrima. Los comienzos nunca son fáciles. Menos con doce años. Por mucho que uno de tus tíos te vaya a recibir a la estación del tren.
Dice que en su primer empleo en El Riojano no tenía pereza para nada. Que lo mismo le daba barrer que secar vasos que reponer las estanterías de la tienda. La planta superior del negocio de Matías fue su hogar durante muchos años. Ganaba tres pesetas diarias y algunas las metía en la cartilla. Aprovechaba los fines de semana para trabajar en la terraza porque se cobraba un poco más. “Estuve allí diecisiete años hasta que unos meses antes de casarme decidí dejarlo para comenzar mi propia aventura”.
Por aquel entonces vendía aparatos eléctricos a través de un comisionista con la impresión de que aquello tenía futuro. Quería montar su propio negocio y necesitaba un local. Recuerda que Don José se lo puso muy fácil y se emociona. Le había servido el último pedido y sabía que tenía un pequeño local en la calle General Mola; hoy Leopoldo Calvo- Sotelo Bustelo. Confiaba tanto en José Antonio que prácticamente le puso las llaves en la mano. Y allí, en menos de cincuenta metros, a los pies de la estación a la que llegó en pantalones cortos, se convirtió en empresario y con los años, gracias al sistema de pago y al boca a boca, de éxito.
– Pasito a pasito comenzaste a comprar electrodomésticos y a venderlos poniendo en marcha un sistema de financiación flexible. Un poco visionario ¿no?
Quizás. Pero gracias a mi trabajo en El Riojano repartiendo mercancías en moto conocía no sólo el lugar sino también a sus gentes. Sabía lo que podía y lo que no podía vender y al principio invertía lo que me quedaba de beneficio. De este modo el negocio fue creciendo y con el tiempo pude ampliar mi primer comercio con dos locales aledaños. Lo que hizo que todo funcionara fue sin duda el boca a boca. De ahí pasamos al pueblo y abrimos las puertas de un local magnífico en Los Sauces.
El esquinazo de la calle Sevilla, que ha cambiado de actividad pero mantiene intacta su fachada, se convirtió durante décadas en uno de los lugares más frecuentados por gentes de Pozuelo de Alarcón y más allá. De todas las edades, clase y condición. Varias generaciones se dejaron aconsejar por José Antonio para montar sus primeras, segundas y hasta terceras residencias. Con muebles de salón, dormitorio o cocina y una gran variedad de electrodomésticos; grandes y pequeños. A los que había que añadir las posibilidades del catálogo. Con la ventaja de poder pagar a plazos y las añadidas del montaje y el servicio a domicilio. Hasta el propio José Antonio se desplazaba si le parecía conveniente. “Recuerdo una anécdota que me pasó después de instalar un televisor en casa de un señor que tenía invitados. Le dije que si tenía algún problema llamase por teléfono o pasara por la tienda y me dijo que así lo haría porque era amigo de José Antonio”.
Tiene más porque han sido varias décadas al pie del cañón. Como si le viera: el bolígrafo en el bolsillo de la camisa, el metro en el del pantalón y sus trocitos de papel para anotar siempre a mano. Cercano y amable. De un lado a otro colocando cajas y bajando escaleras a buen ritmo… Lo que se ha ahorrado este hombre en gimnasio.
Y los viajes en los que se ha embarcado gracias a ser, además de gran vendedor, un buen comprador. En cierta ocasión una firma le obsequió hasta con una vuelta al mundo que no pudo hacer porque su responsabilidad no le permitía dejar desatendido el negocio demasiado tiempo. La canjeó por escapadas a diferentes puntos del planeta como Tailandia o San Francisco. Que localiza al instante en cualquier mapa porque es un apasionado de la geografía.
De lejos se oye la voz del más pequeño de sus nietos -que por cierto lo ha pasado en grande con la abuela elaborando rosquillas- cuando miro el reloj con sorpresa. No me he dado cuenta pero hemos echado la tarde. O casi. De repente, José Antonio susurra que lo mejor de su vida laboral -sesenta años cotizados a la seguridad social- ha sido la gente tan maravillosa que se ha cruzado en su camino. Mira quien fue a hablar.
Asunción Mateos Villar








