El bar de pueblo con nombre de fuente y lavadero cerraba su puerta de doble hoja el pasado día de los Inocentes. El edificio, situado en uno de los barrios con más historia de Pozuelo de Alarcón, tiene los días contados. El toldo y el cartel de madera han desaparecido. Quedan los recuerdos y los momentos compartidos en la otra casa de Frutos Moreno y Carmen Rubio. Y de sus hijos: Carlos, Manolo, Juanjo y Teresa.
Durante treinta y siete años por La Poza han pasado varias generaciones de vecinos. Antes de su llegada era el espacio multiusos de Afanias, una organización con raíces locales que lleva más de medio siglo luchando por el cambio social a favor de las personas con discapacidad intelectual.
La aventura hostelera de Frutos y Carmen comienza la primera semana de septiembre de 1981. Coincidiendo con las Fiestas Patronales. El maestro metalúrgico -nacido en El Retiro el día de la proclamación de la Segunda República- había trabajado en Suiza y a su regreso en una industria de Vicálvaro. Pero con la reconversión de Suárez tuvo que echar el cierre y a sus empleados, entre los que también se encontraba su hijo Manolo. Así que con cincuenta años decidió cambiar de oficio alquilando una casona para convertirla en bar de comidas. En una zona de Pozuelo con arroyo a punto de canalizarse y escasas huertas condenadas a extinguirse.
En aquella época el entorno estaba presidido por la fábrica de curtidos y salpicado de pequeñas empresas. El viejo matadero se estaba preparando para ser la sede del Patronato Municipal de Cultura y un paisaje de grúas anunciaba la llegada de la modernidad. En una Casa Consistorial todavía sin calefacción gobernaba la primera corporación democrática, presidida por Juan Carlos García de la Rasilla, y casi todo estaba por hacer.
Las gentes de aquí y alguno de más lejos se encargaban de hacer funcionar la maquinaria. Gentes que desayunaban temprano, apreciaban el sabor del pincho de tortilla a media mañana y reponían fuerzas con un menú casero. Hasta cien llegaban a salir algún día. Al frente de la cocina estaba Carmen que se movía como pez en el agua entre fogones apostando siempre por los platos tradicionales. Ella convirtió las mollejas de ternera en un clásico de la casa.
Cortos, pellas y un actor
En los años ochenta a los bares no se iba de cañas sino a tomar un corto, el vermú o un medio -la mitad de un cubata- y en prácticamente todos había un sifón protegido por un plástico con agujeritos de color azul cielo. Los botellines de cristal no se parecían a los actuales y los pinchos morunos y la panceta tenían mucha más salida. En La Poza eran protagonistas indiscutibles durante los festejos en honor a la Virgen de la Consolación. Cuando los Moreno Rubio sacaban la barbacoa a la terraza. Y hacían salivar a todo el vecindario.
Con la inauguración del instituto Camilo José Cela los estudiantes se incorporaron a la clientela en época lectiva y eso que había cafetería. Más de uno hacía pellas para seguir las recomendaciones de un grupo musical de la época o aprovechaba el recreo para acercarse y llevarse puesto un montadito. En los noventa y con el nuevo siglo Frutos y Carmen se jubilaron y Manolo se quedó al frente del negocio. Últimamente le ayudaba su sobrino Nacho.
Teresa comenzó haciendo los deberes en el bar de sus padres y acabó atendiendo y fotografiando a los clientes porque los suyos no eran menos que los del Asador Donostiarra. Ha crecido detrás de la barra. Recuerda buenos y malos momentos. Como cuando perdió a su amiga Rocío. También que una vez a Felipe, el mecánico, le tocó una porra. La primera en euros. Que otra los disturbios pasaron de largo. Y que otra más estuvo por allí el actor Javier Gutiérrez; nominado a los Goya por la película Campeones.
Asunción Mateos Villar
Manolo sirviendo un «mini»
Javi y su cafelito
Felipe y Jose con Teresa