Ahora que no quedan ni los cimientos es un buen momento para echar la vista atrás. De volver a la tienda de ultramarinos de Saturnino García en el barrio de la Estación. Uno de los tenderos más recordados se vino a Pozuelo a mediados del siglo pasado procedente de un pequeño pueblo de Ávila, Maello. Tenía dieciséis años y al llegar comenzó a ayudar a su tío en El Norte, un bar de la plaza del Gobernador. Nos dejó hace siete años tras pasar cuatro décadas a pie de mostrador.
A finales de los cincuenta, Saturnino García había dejado el bar que se llamaba como otro inolvidable y se había puesto a trabajar en la tienda de comestibles que la familia Robledo tenía a pocos metros del apeadero de Renfe. Con el tiempo llegó a ser encargado pero en 1963 decidió abrir las puertas de un negocio propio. Conocía el oficio y tenía claro que los ultramarinos debían llevar su seña de identidad: la amabilidad, el delantal blanco, las estanterías repletas y perfectamente organizadas y los productos más selectos. Como las patatas, las legumbres El Paleto y las morcillas artesanas, el bacalao o una selección de los mejores quesos y fiambres.
El rey de los bocadillos
Menos carne y fruta en los comestibles podíamos encontrar casi de todo. Desde los productos más básicos como leche, aceite, azúcar o harina a latas y tarros de conservas. Las pastas surtidas y las rosquillas, o los polvorones cuando llegaba la Navidad, eran una auténtica delicia.
Sin embargo, la especialidad de la casa eran los bocadillos. De lunes a viernes, a la hora del recreo o la merienda, la tienda se quedaba pequeña y la máquina de cortar fiambre funcionaba a pleno rendimiento. Algunos hacían cola en la puerta. Decenas de estudiantes se acercaban para comprar un bocata que no se parecía a ninguno en varios kilómetros a la redonda. Porque los de Sátur (así le llamaba la chiquillería) eran un espectáculo; los preparaba al momento, personalizados, sin importar la mezcla. Media barra de pan con rodajas de salchichón y lonchas de pavo sabía a gloria. Otra de las estrellas era la fusión de chorizo pamplona con queso. Había quien se lo llevaba puesto y los que disfrutaban abriendo el envoltorio acartonado. Lo mejor… ¡El precio!
Incluso los sábados y los domingos algunos entraban antes de ir al campo de fútbol a ver a su equipo para llevarse en la mochila un bocadillo de atún y pimientos. Si los suyos ganaban al descanso pegarle un mordisco se convertía en un placer. Si perdían se llevaba mejor porque el pan de panadería relleno era un auténtico quitapenas.
El Rápido
Y hablando de fútbol, Cruzi, la mujer de Saturnino, me ha contado que, además de gran aficionado, su marido fue tesorero de dos equipos locales: El Rápido y el Pozuelo. Y que se le daban muy bien las cuentas; de hecho él llevaba personalmente las de su pequeña pero gran empresa familiar.
La tienda de ultramarinos Saturnino García tuvo hasta servicio a domicilio. En la década de los sesenta del pasado siglo su hermano Mariano hacía los repartos en bicicleta. Después, el padre de Antonio (el autor de la réplica que acompaña este reportaje), Francisco Javier y Mari Cruz, llevaba los pedidos en coche tras echar el cierre de su establecimiento.
Del colmado hoy quedan fotos y la memoria de varias generaciones de vecinos que, como Nieves -que recuerda volverse loca de niña mirando las estanterías repletas de cosas y el olor a embutido de mayor- y su madre, hicieron la compra en un lugar inolvidable. Que como Javi y sus amigos se metieron decenas de bocadillos entre pecho y espalda.
Asunción Mateos Villar
Saturnino y su mujer, Mari Cruz, a la entrada de los ultramarinos
Imagen actual del lugar en el que estaba situada la tienda