Encarna Pidal nació hace sesenta y cinco años en la granja Priégola. A los quince salió de la vaquería para trabajar en Corbatas Lainez; un referente de la moda masculina. La tienda, situada en la madrileña Puerta del Sol, era el relevo de Corbatas Cimorra; la primera corbatería del mundo que había abierto sus puertas en 1910. Antes que Encarnita pasó por allí Arturo Fernández, un atractivo muchacho que se convirtió en actor. Pero ella fue la empleada más joven. Cumplió los dieciocho familiarizándose con la caja registradora y las tarjetas de crédito. Para celebrarlo  sus compañeros le hicieron una fiesta maravillosa.

Siempre tuvo claro que a los sesenta y cinco se jubilaría. Hace un mes que los cumplió y unos días que Mercería Pidal bajaba el cierre para siempre. Encarnita Pidal se ha pasado toda una vida a pie de mostrador y ha conocido a varias generaciones de vecinos del pueblo y de las urbanizaciones. Que siendo unos críos acompañaban a sus madres y que luego compraban ropa para sus hijos. Ahora que el clásico se ha marchado quedan los recuerdos.

Contados por ella suenan mejor.  Siempre me ha gustado su voz y me ha parecido una mujer encantadora. Guapa y con estilo. Cuando su hija Sara me pasó fotos de juventud confirmé mis sospechas: la que tuvo retuvo.

Hablando de tener y retener. La hija de Encarna y Aladino tuvo una infancia feliz en el pueblo de Pozuelo de Alarcón. Compartida con sus hermanos; Aladino y Chelo. No todos los niños tienen la suerte de crecer en una granja. La Priégola además de reconocida ganadería era una gran familia. De trabajadores que, como su padre, vivían en la docena de casas humildes que se habilitaron en el complejo. Pensando en quienes tenían que arreglar los establos, ordeñar de madrugada y repartir la leche a primera hora de la mañana. “De pequeña jugaba con Tito y Tibu y recuerdo que organizábamos unas fiestas impresionantes, sobre todo coincidiendo con la Virgen del Carmen que hacíamos barbacoa y tortillas y en Navidad que brindábamos todos juntos”.

¿Cuándo te marchaste de la Priégola?

Yo no me fui nunca (risas). Salí de la granja vestida de novia para casarme en la parroquia de la Estación y me viene a vivir al pueblo. Pero nunca me fui del todo. Porque comía con mis padres y veía a mis hermanos a diario. Cuando nacieron mis hijas nos juntábamos todos. Toda la vida hemos estado muy unidos.  Además mi madre me ayudó muchísimo cuando las crías eran pequeñas.

Ahora es ella quien ayuda a Encarna. A llevar lo mejor posible la reciente pérdida de su marido; de su padre. Una de las cosas que también tenía clara cuando cerrara la tienda es que no se iba a apuntar a clases de baile ni a viajar de forma organizada con personas de su edad. Quería dedicar tiempo sobre todo a sus padres y dejar de cocinar o planchar a las 6 de la mañana. Por eso ahora comparte muchos ratos con su madre y arregla el jardín de la casa familiar.

A pesar de haber crecido rodeada de vacas Encarnita nunca aprendió a ordeñar. Como no le gustaba estudiar, a los quince años comenzó a trabajar en uno de los establecimientos con más clase de Madrid. Gracias a su madre que tenía mucha amistad con Tomás Morera, un conocido empresario que, además de un restaurante en Pozuelo, era propietario de Corbatas Lainez. “Para llegar a mi trabajo, una tienda muy elegante, cogía el autobús que costaba un duro y luego el metro”.

El chatín y las modistillas

El actor Arturo Fernández revelaba en El País que cuando llegó a Madrid en 1950 -procedente de Asturias- se puso a vender corbatas en Lainez. A diferencia de la protagonista de esta historia que todavía no había nacido y que comenzó envolviéndolas. Tras convertirse en una experta en paquetería aprendió a manejar la caja. “En aquella época aparecieron las primeras tarjetas de crédito y el aprendizaje me costaba un poco. Pero había que adaptarse; aquello era fundamental para el turismo”.

La niña se hizo mayor de edad en la corbatería y sus compañeros le prepararon un cumpleaños precioso. Inolvidable. Como el concierto del Dúo Dinámico en El Chupete, una discoteca hoy desaparecida de la carretera de Húmera. Siempre ha valorado mucho su primera etapa laboral y está convencida de que le dio la seguridad que necesitaba para abrir su propio negocio. Ese que nace cuando Socorro, profesora en el colegio Veritas, decide vender una tienda a la que había puesto nombre uniendo las primeras sílabas del suyo y del de sus hijos; Camino y Miguel. Aladino y Encarna compran Socami y comienza la historia de Mercería Pidal o más de cuarenta años  al servicio de los vecinos de Pozuelo.

¿Cómo fueron los comienzos de Mercería Pidal?

Corrían los primeros años de la década de los setenta y el casco urbano de Pozuelo poco tenía que ver con el actual. La tienda estaba situada en lo que llamaban la carretera. Salvo el cuartel de la Guardia Civil y un par de fincas que luego se tiraron, junto a las casas bajas de Manuela y Julia, poco más había y si hablamos de comercios estaba sólo la panadería de Cuchi. Hasta que Gervasio comenzó a construir en un lateral de Cirilo Palomo y después surgieron los pisos de Reina Mercedes y Los Sauces. Una compañera del colegio, Loli, estuvo unos meses trabajando conmigo en la tienda pero luego me quedé sola con mi madre. Al principio vendíamos desde productos de droguería como tambores de detergente a bombillas pasando por bisutería y clavos. Con el tiempo me fui especializando en lo que verdaderamente me gustaba; la costura.

¿Qué tipo de clientela acudía por entonces a la tienda?¿Cuál era la forma de pago habitual?

Desde siempre he tenido dos públicos diferentes. Por un lado estaban los vecinos del pueblo y por otro los del extrarradio. Recuerdo que una vez a la semana venía la típica señora con chófer con su costurera y compraba todo lo que necesitaba para confeccionar ajuares, adornar faldones, bordar camisas o hacer ropa a medida. Antes una novia no llevaba nada que no estuviera marcado; ahora eso ha desaparecido por completo. La verdad es que se hacían unas ventas estupendas. Luego estaban las señoras del pueblo, sobre todo extremeñas que hacían muchísima labor. Algunas ya no están y muchas volvieron a sus lugares de origen cuando se jubilaron. Maravillosas. Las unas y las otras compraban también ropa interior. El pago era al contado y mucho al libro; con cuotas periódicas. Para llevar las cuentas  sólo era necesario, cuaderno y papel. Muchas veces las clientas tenían un saldo a su favor porque cada semana pagaban religiosamente y a veces no se llevaban nada.

Encarnita siempre se ha sentido atraída por el mundo de las modistillas. En los ratos libres que tuvo aprendió corte y confección con las monjas y a bordar con Amelia. También sabe coser a máquina e incluso ha hecho arreglos antes de contar con costurera y zurcidora.

Más o menos en esas estaba cuando se casa con Saturnino Durán, su novio de toda la vida. Tenía 25 años y su propio negocio. Era 1976. Luego pasó la vida y llegaron las niñas pero sin dieciséis semanas de baja maternal bajo el brazo. A cambio, les esperaba una abuela adorable. Pensado en sus pequeñas Encarnita decide contratar a Mari Carmen. Después llegarían Manoli que ha estado treinta y tres años con ella (su padre tuvo que firmarle una autorización por ser menor de edad) y Silvia que llevaba en la mercería algo más de dos décadas. Su hija Marta también ha trabajado en el negocio familiar.

Una empresa que ya no existe pero que ha dejado huella. Me cuenta el alma de la mercería de referencia que no puede decir que no vendía ni que le ha ido mal ni que estaba cansada. Ha bajado el cierre para siempre porque ha agotado una etapa. De sus más de cuatro décadas a pie de mostrador se queda con la gente. Y viceversa.

Asunción Mateos Villar

Álbum familiar

Manoli, Silvia, Encarnita y Marta