Dentro de unas horas comienza “La Nochentera del Pulpo”. Es la quedada generacional de toda la vida; la que promovieron Óscar, Juanma, Javi y Pachón para recordar las fiestas de otro tiempo pero con pinchadiscos conocido y nombre más comercial. En las últimas décadas del siglo XX los jóvenes nos regíamos por tradiciones festivas consensuadas como ver pasar a nuestra Virgen de la Consolación desde los bancos de los Jardincillos, acudir a una plaza de madera para seguir el encierro, viajar en coche de choque -parando a repostar en el chiringuito del psoe- y pasar por El Norte. Pero el ritual no se completaba sin comer churros y porras. Sobre todo de buena mañana en el coso. Nadie quería salir de debajo de la manta ni subir la cuesta de la calle Ramón Jiménez. Hasta se lanzaban monedas al aire. Cuando llegaban los grasientos paquetes la felicidad era completa. Goyo Robles fue el último de los churreros del pueblo. Cuando la churrería, cercana a los toriles, cerró sus puertas acampó en nuestra memoria. Pero la historia de los churreros del pueblo comienza en los años sesenta; cuando Antonio Robles y Mercedes Banegas abren el primer despacho en una manzana de casas bajas de la calle Luis Béjar. Su hijo, Tito, me la ha contado. Y yo a vosotros.

Antonio Robles nació en Marruecos y Mercedes Banegas en La Habana; sus padres eran emigrantes. Tras casarse (Antonio en segunda nupcias porque era viudo y aportando dos hijos al matrimonio) vivieron un tiempo en el barrio madrileño de Peña Grande. El hombre trabajaba en una churrería de la zona de Argüelles para sacar adelante a su familia que crecía y se multiplicaba. Tito dice que su padre, además de aprender el oficio, fue pionero en la fabricación de patatas a la inglesa y un emprendedor nato.

En los años sesenta, nada más instalarse con la familia en el pueblo de Pozuelo, abre su propia churrería en Luis Béjar. En 1962 diversifica el negocio con la compra de un inmueble situado al comienzo de la calle que convierte en tienda de comestibles Clarita -por la menor de sus hijas- y donde reserva una parte a vivienda. Finalmente alquila un local en la calle San Roque. Ese es el que más recordamos los de “La Nochentera del Pulpo”.

Cuando Antonio decidió colgar el delantal tras fabricar, con la ayuda de sus hijos, millones de churros y soportar durante años el empuje de la primitiva churrera pasó los trastos de la tienda a Tito que, como sus recordados hermanos Antonio y Quinito y Fernando -hosteleros locales- heredó el gen emprendedor de su padre y acababa de montar su imprenta.

De su etapa de churrero Tito recuerda que era un oficio duro, que se levantaba todos los días a las cuatro y media de la mañana y que durante las fiestas patronales dormía muy poco porque tenía que estar a pie de puesto en la plaza del Padre Vallet. También de las enormes colas que se formaban después de la procesión de la Virgen para comprar un junco de churros. “Los cortábamos con una hoz en la Villa del Niño, el arroyo que había detrás de lo que hoy es La Americana, y los colocábamos limpios y ordenados junto al cajón de los churros”.

¿El secreto está en la masa?

Siempre me he preguntado si las creaciones de los churreros del pueblo tenían un ingrediente secreto. Como las de Nieto. Así que se lo pregunto al impresor. Dice que no. Que los churros se preparaban con cuatro: harina de fuerza, agua, sal y aceite para freírlos. De paso se adelanta y me cuenta que en el caso de las porras había que airear la masa con la ayuda de las manos y agua muy caliente y añadir una cucharada de bicarbonato para conseguir el esponjoso aspecto interior.

Asunción Mateos Villar