A diferencia de la de Antonio Machado, su infancia son recuerdos de una casa pegada al bar de Juanín y a una tienda de chuches. En su hogar no había naranjos y el patio de un recién nacido colegio San José Obrero era el sitio de su recreo. En las Cabilas creció con sus hermanos cuando había pocos coches y por allí no pasaba ningún autobús. Reconoce que lo suyo no eran los libros de texto. Quizás por una dislexia diagnosticada muy tarde. Pero terminó la EGB y estudió formación profesional en un instituto de Madrid. Su madre hizo cola para apuntarle a Moda y Confección y acabó especializándose en piel y patronaje. Con grandes dosis de esfuerzo. Porque tenía muchas asignaturas y pocas ganas de abandonar el deporte. Como se atrevía con todo, una vez decidió probar con la gimnasia. La voltereta en el aire le costó una rotura de rodilla que le hizo centrarse en los deportes de equipo. Sara Ibáñez asegura que hasta pasados los veinte sólo fue feliz. Ahora que agota los cuarenta se ha convertido en una mujer todo terreno. Que a lo largo del día puede cambiar hasta tres veces de uniforme.
La infancia o la mejor etapa de su vida. Rodeada de gente sencilla. Lo dice con una gran sonrisa y un brillo en los ojos que no está relacionado con la alergia. Esa que no mantiene alejada ni con vacuna. Es posible que criarse con tres hermanos y llevarle dieciocho al pequeño haya sido una circunstancia determinante en su negativa a convertirse en adulta. “Siempre he sido más niña de lo normal y un poco trasto. En el colegio no paraba de jugar con la pelota y cuando llegaba a casa me ponía a hacer manualidades porque no podía estarme quieta. Precisamente por eso me echaron de ballet”.
Desde entonces no ha parado. Porque, como decía su abuela, es curiosa por naturaleza. Disfruta aprendiendo. Su primer trabajo fue en un taller de Carabanchel al poco de finalizar sus estudios de corte y confección. Rodeada de profesionales que le doblaban la edad y que mantenían conversaciones ajenas a sus intereses. Las modistillas le enseñaron mucho pero sólo marcaba ropa y no se veía trabajando con ellas en el futuro. Estuvo dos años. Después le llamaron para un puesto parecido en Brunete. En esa época no tenía coche y aunque el madrugón no supuso inconveniente diferentes circunstancias le obligaron a dejarlo. Y regresó al barrio de Manolito Gafotas donde todo parecía ir bien hasta que haciendo una función que no le correspondía se rompió los tendones de una mano. Nada más incorporarse la empresa decidió prescindir de sus servicios. Fue entonces cuando comenzaron las mudanzas.
Sara cuidaba niños para sacarse unas pelillas cuando sus padres tuvieron que cambiarse de casa. Durante un año vivieron en La Cabaña hasta que finalmente se trasladaron al pueblo donde también se mudaron varias veces. Tanto movimiento le afectó mucho porque sus mejores amigos estaban en la Estación. No quería alejarse de ellos. A alguno lo considera familia. Clarisa Carnero es su otra hermana favorita. Con ella fue al instituto y comenzó a trabajar en las casetas de sus hermanos durante las fiestas patronales. Abriendo paso a las chicas del chiringuito. “Me quedaba a dormir en su casa muchos fines de semana y también estoy muy unida a sus padres, Clara y Miguel”.
De aquello hace casi dos décadas. Ahora vive con su hermano en el piso de la calle Reina Mercedes que finalmente compró con sus padres. Ellos decidieron trasladarse a la sierra de Ayllón durante la pandemia; pusieron rumbo a Alquité, una pedanía del municipio de Riaza (Segovia) donde regentan el bar de la asociación Cerro del Otero. Sara es su secretaria y ahora anda por esas tierras segovianas poniéndose al día con el papeleo y echando una mano a su madre en la barra. Aunque está de vacaciones. Antes de irse acudió a clase de tonificación y boxeo en el polideportivo Carlos Ruiz, dejó planchadas decenas de camisas y organizó el avituallamiento a sus chicos de Protección Civil.
Es una mujer todo terreno. Trabaja desde hace veinticinco años en una tintorería situada al comienzo de la Avenida de Europa. Que ha cambiado de propietarios y de nombre. Actualmente es encargada y se ocupa de repartir las tareas a sus compañeras. Aunque hace prácticamente de todo -desde tomar nota de los pedidos hasta planchar cientos de prendas a encender la maquinaria- su fuerte es la atención al cliente. Porque se ha pasado pasado media vida de cara al público y porque tiene don de gentes. Además de la risa más contagiosa del oeste madrileño. El otro día se partía a la entrada del túnel de la plaza. Poco después de contarme que todavía no había hecho la maleta. Le van más los macutos. Cuando me refiero a ella como marine surgen las carcajadas.
Cuéntame lo de tu pasión por el entrenamiento en el polideportivo Carlos Ruiz ¿Por qué te vuelves soldado?
El Carlos Ruiz siempre ha formado parte de mi vida. De pequeña iba a los campamentos de verano y he jugado al fútbol en sus campos. Además he trabajado en el chiringuito de la piscina. Hace algo más de dos décadas comencé a entrenar pensando en estar en forma para afrontar mejor las jornadas laborales. El mío es un trabajo muy físico en el que paso muchas horas de pie que requiere además fuerza en los brazos. Para mover la plancha por ejemplo. Estoy operada del metacarpiano y segura de que si no hiciera deporte no lo llevaría tan bien. Acabaría machacada. La idea es fortalecer y eso lo consigo con las clases de tonificación y boxeo. No he dejado de entrenar nunca. Lo he hecho hasta con un tobillo roto. El deporte me ha ayudado también anímicamente cuando he pasado por momentos complicados. Me relaja y me sienta bien. Además en el Carlos Ruiz somos como una pequeña gran familia en la que siempre nos hemos preocupado los unos de los otros.
Hablando de pequeñas grandes familias… la de protección civil Pozuelo de Alarcón es otra ¿no?
Por supuesto. Aunque llevaba tiempo dándole vueltas a la idea del voluntariado mis horarios laborales me impedían dedicarle el tiempo necesario. Me incorporé hace relativamente poco pero aproveché un ERTE para dedicarme en cuerpo y alma. Algunos amigos como Anusky o Juan Carlos eran voluntarios y conocía un poco ese mundo. Me apunté coincidiendo con Filomena. Con la ayuda y la paciencia de los jefes -Adolfo e Iván- he aprendido un montón. También con las recomendaciones de los voluntarios más antiguos y la colaboración con Policía Municipal y SEAPA. Hace un año asumí las tareas de responsable de servicio con muchísimo gusto. Me gustaría invitar a los vecinos y, sobre todo las vecinas -estamos en minoría-, a hacerse voluntarios. Ochenta horas al año son asumibles y te pueden cambiar la vida. También soy miembro de Protección Civil Comunidad de Madrid y me he estrenado recorriendo la sierra.
Eso fue hace un par de domingos y se le notaba en la cara. Literalmente. A pesar de sus excursiones, no va a dejar protección civil Pozuelo de Alarcón. Porque ha descubierto, además de muchas cosas que no sabía, una terapia tan maravillosa como el deporte. “El voluntariado me hace sentir viva y me ha ayudado a superar momentos personales complicados; a salir a flote”.
La vida, como canta Fito, es un mar que cada vez guarda más barcos hundidos. Y conviene tener cerca una tabla de salvación y una mano amiga. O en su defecto un puzle de más de mil piezas o una máquina de coser para cortar y confeccionar disfraces.
Asunción Mateos Villar
Me gustaría invitar a los vecinos y, sobre todo las vecinas -estamos en minoría- a hacerse voluntarios. Ochenta horas al año son asumibles y te pueden cambiar la vida.
Dura y noble todo 😘❤️