Vinimos al mundo el mismo año y estudiamos bachillerato en el instituto Camilo José Cela. No coincidimos en clase pero compartimos profesor de religión. Tres décadas después recuerdo a Nacho perfectamente. Apoyado en la mesa y haciendo girar, de vez en cuando, su portatizas entre los dedos. Mientras escuchaba con atención a los alumnos. A David de la Oliva le marcó tanto aquella libertad de cátedra, reflejada en la introspección humana, que está convencido de que fue cuando descubrió su vocación de psicólogo. Ahora imparte clase en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla; a unos cien kilómetros de Ciudad de México.

Sus abuelos, Marcelino Granizo y María Losa, tuvieron una tienda de ultramarinos y cacharros en la calle Luis Béjar antes de que la modernidad se llevase por delante las casitas bajas y que la propiedad de su familia se transformara en urbanización. Su madre, María Rosa, está muy vinculada a la Asociación Cultural La Poza como lo estuvo su tía desde los comienzos. Angelines nos dejó hace poco más de un año pero su recuerdo sigue vivo. Y uno de sus hermanos, Miguel, participó en su proyecto de recuperación de las fuentes orales de Pozuelo de Alarcón. “Me considero un pozuelero auténtico. Tuve que marcharme hace años por el elevado coste de la vivienda pero siempre que vuelvo a España regreso a mi hogar”.

A esa ciudad que en otro tiempo fue pueblo. David asegura que siempre ha sido muy de campo y que su infancia transcurrió jugando en la calle y entre saltos y guerras de hojas en un bosque cercano a su casa. De su etapa de estudiante en el Liceo Sorolla recuerda a algunos de los compañeros que aparecen en la foto de grupo que ha rescatado para acompañar esta entrevista. Del Camilo José Cela a la profesora de biología con la que tanto se reía y al profesor de religión que marcó su trayectoria profesional y hasta vital. “Siempre me he considerado un poco ateo pero la clase de Nacho era la única en la que hablábamos de cómo nos sentíamos, en las demás nos enseñaban la materia. Fue entonces cuando pensé que debía ser psicólogo educativo y a eso he dedicado toda mi vida”.

Aquella decisión coincidió en el tiempo con un desengaño amoroso. Confiesa que a los quince años se enamoró demasiado de una chica y que lo pasó bastante mal. Pudo remontar gracias a sus amigos y a la ruta de bares (El Norte, Güichi, Funky…). Lo explica con acento: “tomábamos y la pasábamos muy bien”. También a la diversión en las fiestas patronales y al baloncesto que practicaba con sus seis hermanos los domingos por la mañana (Los Oliva contra el resto) y que ahora ha retomado. “De los maravillosos años tengo recuerdos muy bonitos y tiernos”.

Luego vino la etapa universitaria. Más seria. David estudió en la Autónoma porque no obtuvo la calificación necesaria para hacerlo en la Complutense. Podía haberlo hecho cerca de casa pero tuvo que irse más lejos. Lo que en su momento parecía un inconveniente no lo fue porque le permitió obtener un excelente nivel académico. Lo comprobó nada más llegar a México donde se le abrieron las puertas al mundo de la docencia. Los años de carrera coincidieron con los de la coral Kantorei. “Cantamos por toda España y en otros países. Supuso una experiencia muy bonita en la que me relacioné con gente mayor que yo y eso me hizo madurar”.

La hamaca y el caos

Con la madurez a cuestas, primero compaginó el doctorado con un trabajo en la asociación para personas con discapacidad intelectual AFANIAS y después con otro en la Junta de Carabanchel organizando actividades para niños. Hasta que comenzó a hacer realidad su verdadera vocación dando clases en la universidad. Pero eran muy pocas y el docente veía complicado encontrar una plaza a tiempo completo. De repente una oportunidad formativa a más de nueve mil kilómetros lo cambió todo.

– ¿Cómo surge la posibilidad de trasladar tu residencia a México?¿Dónde vives y a qué te dedicas?

Un día me llegó la solicitud de hacer un curso postdoctoral en México y como me gusta mucho viajar ni lo pensé. Mi mamá me dijo que dónde iba y que cómo iba a dejar mis trabajos pero yo soy un poquito no sé si atrevido o imprudente y aquí me vine. Desde hace dieciséis años vivo en PUEBLA que está a unas dos horas de Ciudad de México y a cuatro de Acapulco. Es una ciudad grande pero más tranquila que la capital del país con todos los servicios. El centro es Patrimonio Universal. Aquí soy profesor universitario a tiempo completo que es lo que yo quería y además en una universidad pública (soy más partidario de lo público que de lo privado). Como hay pocos doctores me respetan mucho. El sueldo es bajito y para completarlo organizo congresos una vez al año y doy cursos. La verdad es que acá me siento muy valorado.

– Háblame de tu día a día

En Puebla hubo un terremoto muy fuerte y eso significó quedarnos sin nuestro edificio en el campus y nos trasladaron a otro donde no tenemos despachos. Por eso trabajo mucho en casa. A la universidad voy solo a dar dos o tres clases. Estoy tranquilo y normalmente no tengo mucho estrés. Además practico la meditación. En la terraza de mi casa tengo una hamaca. Ahí me echo y soy muy feliz.

Esa felicidad la comparte con su hija Sofía y su actual pareja y la traslada a los escenarios. Es un apasionado del teatro musical y forma parte de un grupo aficionado. Con el tiempo ha mejorado la técnica aprendida en sus años mozos. Tanto, que en los últimos se ha convertido en Jean Valjean, personaje principal de la novela “Los miserables” de Víctor Hugo o Shrek, protagonista de la adaptación firmada por DreamWorks de otro libro, “Shrek!” de William Steig.

A medio plazo al Doctor de la Oliva le gustaría tener una plaza definitiva en la universidad y publicar algunos ensayos académicos. Le encanta escribir y no descarta ni probar suerte con la literatura ni tener otro hijo. “Mi idea es estar tranquilo y conseguir un poco de paz en este mundo tan caótico”.

Asunción Mateos Villar

Además de la familia y los amigos, lo que más echo de menos son los macarrones y el pollo asado de mi madre