Mamá había dicho:
-Tenéis que ir a comprar el collar para Tigre, que no quiero que este verano se repita la misma historia. Pero si vais a la salida de clase, tened cuidado con la niña.
Porque yo aún no iba sola al colegio y tenía que cruzar las calles de la mano de mi hermano mayor.
Aquel día esperé impaciente la hora de la salida. La compra del collar -tu primer collar- suponía la cercana marcha a la finca, las correrías contigo por el campo, los baños en el estanque de la noria…Hacía ya calor. La lana azul del uniforme se pegaba al cuerpo y los pies añoraban la libertad de las alpargatas de cáñamo y los arañazos de los cardos agosteños que surcaban de blanco nuestras piernas tostadas.
Fuimos a una tienda cercana en la que vendían cosas de cuero y donde compraban mis hermanos, a principio de curso, unas carteras capaces de resistir todo lo que un muchacho es capaz de hacer con ellas a lo largo de un invierno.
Tenía que ser el más hermoso collar del mundo.
Cuando estuvimos dentro, olfateando el agradable olor a piel curtida, mi hermano mayor dirigió la operación:
-Por favor, queremos un collar para un perro mastín.
-Que sea muy fuerte.
-Y contemplábamos con cierto desprecio orgulloso los modelos coloreados y con cascabeles que jamás hubieran podido rodear tu poderoso cuello.
El dependiente sacó varios. Algunos con gruesos tachones de metal y de considerable grosor. Pero nuestra idea de tu tamaño estaba aquellos días mitificada por la ausencia. (“Mi perro es el más grande del mundo. Es más grande que un león -había lanzado en clase de ciencias mi hermano mediano- y además mucho más valiente” Y desde luego no le pudieron convencer de lo contrario, porque nuestra fe en ti era superior a toda demostración científica).
Por tanto, mi hermano mayor objetó:
-Más grande aún, por favor. Es que es para un perro muy, muy grande. Y sí eras muy grande. Más tarde yo supe que habías venido de las montañas de León y que fuiste un gracioso cachorro todo patazas, que te mandó traer el abuelo y que fuiste creciendo en la finca al mismo tiempo que yo. Pero para mí siempre estuviste allí. Como la casa grande, el castaño, el pozo y la noria… Casi como la tierra, donde año tras año yo veía crecer unas espigas que, de tan iguales, parecían las mismas. Aquellas espigas que jugábamos a trillar en la era, saltando en marcha del trillo en su cansina marcha circular, o sobre las que viajábamos, subidos en los bamboleantes carros que las transportaban. El último de todos ellos llevaba una cruz de paja en lo alto y yo parecía tener el privilegio de ir sobre él. Y aunque pesaba un poco más cada año, los curtidos y fuertes brazos que me lanzaban a la altura de los haces, también existían desde siempre. Y tú saltabas alrededor, con el grueso collar que, al fin, te compramos, un poco más descolorido según transcurría el tiempo.
Entonces, mi hermano mediano añadió lacónico y expresivo:
-Es una fiera.
No para mí. Yo te daba parte de mi merienda e introducía minúsculas migajas de pan y chocolate en tu bocaza. Cualquiera de tus colmillos parecía amenazante para mis manos infantiles, que avanzaban hacia tu garganta.
-Un día se la traga.
-No hay cuidado -sonreía mi padre-. Mira con qué cuidado cierra la boca para no hacerle daño.
Y don Pedro, el médico, añadía brusco:
-No sé cómo tus hijos no han muerto ya todos de quiste hidatídico.
Pero ya sabes, Tigre, que don Pedro no te podía ver ni en pintura desde el día que tuvo que subirse a la verja para librar de tus dientes lo que quedaba de sus pantalones. Ya sé que era una vieja historia y tú tenías toda la razón. La pelea con Tarzán, su perro lobo había sido una pelea limpia, de igual a igual. Tú eras más fuerte, pero Tarzán era más ágil. Y si después os dividisteis el pueblo en dos grandes territorios de supremacía, eran cuestiones vuestras, en las que nosotros no debíamos intervenir. Pero don Pedro se lanzó en defensa de tu enemigo, descargando sobre ti una lluvia de bastonazos. No estuvo nada bien. En eso todos los chicos estuvimos de acuerdo. Y en el fondo mis padres también. Aunque te castigasen y mamá le proporcionase, bastante sofocada, unos pantalones a don Pedro, con los que estaba ridículo porque le daban veinte vueltas pero con los cuales pudo regresar a su casa, sin ver considerablemente mermada su dignidad de doctor titular del pueblo.
¡Y cómo olías desde entonces su presencia! Desde luego, su inseparable Tarzán no volvió por casa. Pero todos los veranos, como luego dijo mamá, se repetía la misma historia:
-¿Hablo con la casa del médico? Hola, Pedro, soy María. Sí, los chicos, que han vuelto a atracarse de tomates verdes, o han vuelto a bañarse de noche, o se han pegado un trastazo en la bici… Ven cuando puedas.
-¿Habéis atado al perro?
-Sí, ya está atado.
Pero el atarte era todo un problema. Porque en la finca no existían vallas, ni puertas cerradas. Lo que llamábamos jardín se prolongaba a los patios, los patios a los corrales, los corrales a la era y desde allí se abría la infinita perspectiva de los campos inmensos. Y no se sabía dónde ni cuándo aparecerías. Aunque, desde luego, si estaba don Pedro en casa, era seguro que lo harías.
-Hay que comprar un collar para este perro. No hay manera de sujetarlo.
Pero yo no quería que el collar fuera solamente fuerte. Quería para ti el collar más hermoso del mundo. Toda la tarde, en el cole, incluso en el recreo, lo había estado pensando.
Mi nariz llegaba a la altura del mostrador y alcanzaba a ver todos los collares expuestos. No, no había ninguno digno de ti. Y añadí: -Es mi perro ¿sabe, señor? Y es muy listo.
A veces nos divertía engañarte ¿te acuerdas? Íbamos por un camino y al llegar a un cruce, fingíamos ir en una dirección para, poco después, tomar la contraria. Tú, que caminabas unos metros delante de nosotros, habías esperado, quieto y expectante, para saber nuestra dirección y reemprendías la marcha sin mirarnos. Y cuando volvías la cabeza nos contemplabas lejanos y burlones y emprendías una frenética carrera hasta alcanzar tu puesto. Pero pronto fue muy difícil hacerte caer en la trampa.
Todos los veranos yo te contaba las cosas que había aprendido en el invierno.
-Mira, Tigre, ya sé poner tu nombre. Y escribía las letras sobre el barro. Y tú contemplabas con gran desprecio mis progresos científicos, mientras mirabas alerta como el gato gris acechaba a las palomas y yo te sujetaba del collar porque el gato gris era mi preferido.
-Tigre, ¿a qué tú no sabes que eres un mamífero? Y además un cuadrúpedo. Aquello sonaba a insulto y me mirabas inquieto. Pero yo me revolcaba contigo por el trigo aún verde, cerro abajo, y tú y yo sabíamos que todo seguía igual.
-¿A que tú no sabes ladrar en francés? Pues yo sé decir chien, para que rabies… y a ti te sonaba la palabra a lulú o caniche y me mirabas altivo desde tu racial celtiberismo montañés.
El progreso no significaba nada para ti. Si acaso era un latente temor. Porque todos los años, al final del verano, subíamos a un largo y humeante tren que nos apartaba de ti. Nos mirabas alejarnos pero no te acercabas a las vías. Tus abuelos habían luchado con lobos y los habían vencido. Eso sí lo entendías. Sabías de auroras y atardeceres, de luchas callejeras, de amorosas escapadas nocturnas, sabías de la vida y, es probable que supieses de una muerte futura. Con tu pata en mis manos y tu cabeza en mi falda. Por eso no lo entenderías. Como nadie supo entenderlo.
-Me acaban de llamar por teléfono de la finca. La voz sonaba apagada, a través del tabique. Han encontrado a Tigre sobre las vías del tren.
-Pero… ¿cómo? Si él jamás se acercaba…
-No lo sé pero allí estaba y muerto.
-Por Dios, habla bajo, que no se entere la niña.
Y seguí aprendiendo muchas cosas, que ya no pude contarte, en todos los idiomas buscaba la palabra perro y la palabra amor… Creo que demasiadas cosas.
Porque papá comenzó a caminar por lugares extraños y lejanos y los ojos de mamá ya estuvieron para siempre pintados de tristeza. Aprendí y crecí muy deprisa, mi viejo amigo. Y un día -ya nadie creía necesario alargarme la mano para cruzar la calle- me encontré tu collar entre otros cachivaches arrumbados e inservibles en la buhardilla de la casa grande. Oxidado y mugriento. Lo acaricié dulcemente y luego lloré sobre él abrazada a mi infancia.

María del Pilar Palomo

Puño y letra

María del Pilar Palomo, vecina ilustre, es autora de varios cuentos, escritos a mano, relacionados con su vida y las costumbres de Pozuelo. El más personal, Tigre, abre una serie de relatos breves que hasta ahora no habían visto la luz y que sobre su firma aparecerán una vez al mes en La Voz de Pozuelo.

Pilar Palomo de niña

Pilar Palomo, de niña, en el jardín de la finca de Pozuelo

El progreso no significaba nada para ti. Si acaso era un latente temor. Porque todos los años, al final del verano, subíamos a un largo y humeante tren que nos apartaba de ti. Nos mirabas alejarnos pero no te acercabas a las vías. Tus abuelos habían luchado con lobos y los habían vencido. Eso sí lo entendías. Sabías de auroras y atardeceres, de luchas callejeras, de amorosas escapadas nocturnas, sabías de la vida y, es probable que supieses de una muerte futura. Con tu pata en mis manos y tu cabeza en mi falda. Por eso no lo entenderías. Como nadie supo entenderlo.

El doctor Pedro Cornago

El doctor Pedro Cornago, médico del pueblo

Casa de Cirilo Palomo. Comienzos del siglo XX.

La casa familiar de los Palomo a comienzos del siglo XX …

… y en la actualidad