Como saben ustedes perfectamente en los pueblos se ha usado siempre la popular costumbre de los apodos. Contaba mi abuelo el problema de un amigo notario que debía organizar una herencia de un habitante de no sé que lugar de Castilla y sólo tenía la referencia onomástica de su apodo: “el tío Mea”.

Pero en el mismo Pozuelo, -estoy recordando la década de los cuarenta- se suscitaba, por ello, algún pequeño problema: el asunto del teléfono. El mío, actualmente, termina en 10, que era el número de mi abuelo Cirilo y, luego, de mis padres. Después, ya con el teléfono a mi nombre, nos añadieron un cinco por delante, es decir, 510. Y luego han ido añadiendo cifras, hasta alcanzar el igualitario 91 inicial. Pero ahí sigue imperturbable y orgulloso el 10 del final. Bendito sea.

Pues bien, en aquellos años de mi niñez y adolescencia para llamar había que pedir línea y número a través de Angelita, que manejaba la centralita y que, por supuesto, conocía de memoria los números de todos los abonados, como demostraba la celeridad con que atendía la llamada. Porque nosotros nos limitábamos a decir el nombre de la persona con quien queríamos hablar. Angelita, si recuerdo bien, era un poquito, sólo un poquito tartamuda (lo que tenía su gracia), pero era la eficiencia personificada. Bastaba descolgar y decir: “Por favor, Angelita, ponme con…y aquí podía comenzar el problema.

Por ejemplo, contemplo a mi madre que, tras levantar el auricular, decía con muchísimo respeto: “……ponme con Don Luis García”. Angelita contestaba: “¿Cuál? ¿El Faraón o el Sardina? Y mi madre con igual respeto, contestaba “Con el Sardina”. Porque el Sardina era un estimado amigo de la familia, a quien recuerdo con cariño y admiración.

La admiración hacia su sentido común viene determinada, por ejemplo, por el hecho de que al casarme, liberándome de otro cenicero o juego de café, me regalase un enorme saco de garbanzos, fruto de su personal cosecha, lo que alivió, no poco, la precaria economía de un matrimonio casi de estudiantes y, sobre todo, ayudase a la muchacha que yo era entonces, total ignorante en el arte de los fogones, pero que fue capaz durante un año de poner un cocido al mediodía y ropa vieja para cenar.

Los apodos, también saben ustedes, se heredan. Pero lo que no recuerdo es si Luis García hijo, lo heredó. Si es así, pienso que sería por su condición de alcalde de Pozuelo. Pero sí tengo un vago recuerdo de que a un nieto del Sardina, primero lo llamaron, durante algún tiempo, el Sardinillo. Espero todavía, que alguien me aclare estas dudas.

Pero mi memoria es mucho más fiel en otros casos. Hace un mes pedí un taxi por teléfono para ir a Madrid (a veces una, con más de ochenta años, se permite estos lujos). Llegó el taxi y al volante, un joven que me pregunta: “¿A dónde, doña Pilar?” Con sorpresa, yo le respondo “¿Me conoces?”. Y el muchacho me contesta “¡Pues claro! Soy el nieto del Chipi” ¡Dios mío, el Chipi! El Chipi y su carro transportando todo lo transportable. El Chipi y su eterna alegría, sus risas, sus bromas…El Chipi organizando diversiones para una pandilla de jóvenes gamberros – mis hermanos entre ellos- , que parecía que había adoptado con sus ganas de diversión y su generosidad.

Vaqueros y galanes

Recuerdo cuando organizó un asalto al bar del Manta, todos con pañuelos ocultando su rostro y revólveres de juguete, al más puro estilo de película del oeste. El Chipi, que siguió tomándome el pelo toda su vida. Cuando yo era Decana en la Universidad de Málaga, y me encontraba con él por las calles del pueblo, no faltaban sus bromas, “porque nunca tomó en serio la carrera académica de “la Pili”.

Es igualmente inolvidable mi amistad con «El Sata», de la ilustre saga de los Satas. Fue mi compañero en las representaciones teatrales que todos los veranos se organizaban en el pequeño escenario de La Inseparable. Recuerdo especialmente una obrilla cómica en un acto, en donde él hacía el papel de un palurdo bastante bruto que quería casarse con una ridícula señorita de ciudad, que era yo. En una escena, el muchacho de pueblo tenía que ir a pedir la mano de la señorita presumida y tonta, y debía vestirse muy elegante, con guantes de piel incluidos. El Sata encontró unos llamativos, amarillentos y esplendorosos. Porque, según el texto, debía, en un momento, mirarse las manos, extenderlas y exclamar “¡Qué cosas! Que tengan que matar a un animal para vestir a otro! La ovación fue extraordinaria. Naturalmente ni el Sata era un palurdo ni yo una señorita remilgada, pero ¡qué par de actores perdió el teatro español, cuando ambos abandonamos la escena!

La verdad es que nos divertíamos muchísimo y que teníamos siempre un público favorable al máximo: los abuelos y abuelas de los actores, su padre y su madre, sus hermanos, sus tíos, sus primos y todos sus amigos, hasta donde llegaba el aforo de la Inseparable. Pero tanto aplaudían todo lo que allí se organizaba que, en la inconsciencia de los quince o dieciséis años yo (que no canto ni en la ducha por temor a provocar un chaparrón), me atreví a vestirme de chulapa madrileña y cantar el chotis Madrid, me aplaudieron. Probablemente porque, como comentó, burlón, mi hermano mayor, no me oyó ni la primera fila de espectadores.

Hoy día, pienso que, seguramente, yo tuve también un apodo, que nunca conocí. “¿La Gorda?” Espero que no. “¿La Guapa?” Mucho mejor. Que Dios me la depare buena. De todos modos todo aquello se lo ha llevado el viento. Si lo pongo por escrito es porque me gustaría que perdurase.

María del Pilar Palomo
Foto de Apertura: «El Chipi» posando con amigos. Biblioteca Digital de Pozuelo de Alarcón

Puño y letra

María del Pilar Palomo, vecina ilustre, es autora de varios cuentos, escritos a mano, relacionados con su vida y las costumbres de Pozuelo. Tigre, El insólito rescate de la gata Carolina y Los apodos son tres relatos breves que hasta ahora no habían visto la luz y ahora lo han hecho en La Voz de Pozuelo.

Pilar Palomo de niña

El Alcalde Manuel García, «El Sardina», entregando un trofeo. Año 1974. Foto: Eres de Pozuelo Si

«El Chipi» en el huerto. Actual Camino de las Huertas. Foto: Francisco Barrio

En la inconsciencia de los quince o los dieciséis años yo (que no canto ni en la ducha por temor a provocar un chaparrón), me atreví a vestirme de chulapa madrileña y cantar el chotis Madrid, en La Inseparable. Probablemente porque, como comentó, burlón mi hermano mayor, no me oyó ni la primera fila de espectadores. 

Representación teatral en La Inseparable