Realmente no tengo un recuerdo muy nítido de los pormenores de la historia, porque yo debía ser muy pequeña. Sí recuerdo, porque vivió muchos años, a la gata Carolina. Era una gata muy reconocible -y es importante el dato en éste relato- porque en su pelo, totalmente negro destacaban las puntas blancas de sus cuatro patas. Es decir, un gato de los que llamamos “con calcetines”. También recuerdo que estaba en Pozuelo con mis hermanos, mi abuelo y Manola, la inolvidable y queridísima Manola, – familiar lejana del hermano del abuelo- que cuidó de todos nosotros durante toda su vida, siempre que la necesitábamos.
Desde el primer día de vacaciones mis hermanos y yo nos trasladábamos a la libertad de la finca. Libertad y, hoy pienso, un poco de salvajismo. Mi abuelo, tal vez por una posible vinculación, no oficial pero sí emocional, con la Institución Libre de Enseñanza, era profunda y pioneramente naturista y adoraba los baños de sol, con repetidos chapuzones. El abuelo tuvo siempre, hasta edad muy avanzada, un recinto acotado en el jardín, por donde a ciertas horas nadie pasaba porque “don Cirilo está tomando el sol completamente desnudo”, decían las criadas escandalizadas.
En consecuencia, programaba para sus nietos diarias caminatas, completamente en cueros, de estanque en estanque, a lo largo de la finca, en donde había tres o cuatro destinados al riego de las huertas. La realidad es que mis hermanos, mayores que yo, se ponían un taparrabos cuando llegábamos a terreno habitable, pero yo me paseaba con absoluta inocencia hasta la puerta de la casa como mi madre me trajo al mundo. Naturalmente, cuando esa madre llegaba un mes después, yo parecía una negrita y esas higiénicas costumbres se adecentaban.
Pero nunca faltó en nuestra infancia el contacto con la tierra y los animales domésticos que convivían con nosotros, porque nunca faltó en el abuelo un profundo amor al estilo de vida que había heredado de su origen campesino, con sus antecedentes familiares de labradores toledanos. Por eso, entre todas las fotos que conservo de mi elegantísima abuela Pilar, prefiero la que inmortaliza la broma de su marido transportándola en una carretilla. Y probablemente la que mejor rememora esos orígenes campesinos sea la de mi hermano mayor, con no más de tres años, dando de comer a una vaca. Personalmente, si existe una memoria táctil, creo aún sentir en mis manos la rugosidad de la lengua de aquella vaca u otra semejante.
Volviendo a la historia de mi gata, recuerdo que un día desapareció y que yo lloraba y lloraba inconsolable. Poco después – tal vez una semana- una amiga de Manola le comunicó la buena noticia: “La gata de la niña la tiene Carmen, mi vecina”. Ambas vivían en las casitas de El Descanso, la pequeña barriada que existía al borde de la carretera y a medio camino entre el pueblo y la estación. Inmediatamente Manola se acercó a la casa de la presunta ladrona y pidió la devolución de la gata que, repito, era inconfundible. Pero la usurpadora, negó la acusación con descaro y alevosía. Probablemente el delito se ejecutó de noche, cuando la gata correteaba por los alrededores, lo que añadía el agravante de nocturnidad y hay que añadir que Manola pudo comprobar que Carolina permanecía encerrada.
En vista de las circunstancias y como yo seguía llorando, el abuelo Cirilo se personó en la Casa-Cuartel de la Guardia Civil y solicitó del sargento la intervención de la Benemérita en el asunto. Como aclaración de esa, por otra parte amable petición, debo aclarar que dicha vivienda familiar de la Guardia Civil estaba justo enfrente de nuestra casa, en la esquina de la calle Sagunto con la de nuestra casa, es decir, la que años más tarde se llamó -y sigue llamándose- de Cirilo Palomo. Eran en aquellos años los únicos vecinos que teníamos, todos nos conocíamos y eran para nosotros unas personas entrañables y tan poco militarizados -pienso que otra cosa sería en la Comandancia – que hasta en una ocasión les robaron las gallinas.
Pero el sargento, al recibir la petición le pareció, con toda lógica, totalmente improcedente: “¿Cómo quiere usted, don Cirilo, que yo mande a un subordinado a rescatar a una gata”? El abuelo, me contó Manola, no hizo objeción alguna. Volvió a cruzar la calle, entró en casa, subió a su despacho y procedió a la redacción de un alegato, denuncia o lo que fuese, sobre el que vertió todo el saber jurídico acumulado en tantos años de profesión, primero como profesor de la Complutense, especialista en Derecho Civil y después Registrador de la propiedad. [Conservo, como preciosos documentos familiares, el programa de su asignatura, largo y copioso, encuadernado y publicado en un volumen de 223 páginas (Madrid 1903) y que yo encontré hace años en una librería de libros antiguos. Dicha labor docente, terminó por su dimisión -documento que también conservo- en donde declara que el ejercicio conjunto de los dos cargos es perfectamente legal -lo era entonces- pero que ante la convicción de no poder atender a su cargo como profesor, como éticamente, consideraba que era necesario, renunciaba voluntariamente a él.]
Así pues, el abuelo firmó el documentadísimo papel en el que solicitaba la restitución de Carolina a su legítima dueña y procedió a depositarlo en el organismo que correspondiera. Y cinco días después, por orden judicial, el sargento tuvo que enviar a una pareja de la guardia civil, debidamente uniformada, tricornio incluido, a rescatar a Carolina. La pareja volvió con la gata, me la entregaron y descansaron el abuelo, Manola y mis hermanos, porque yo dejé de llorar.
Cuando recuerdo este episodio de mi niñez, no puedo extrañarme de que yo, en Pozuelo no tuviese durante muchísimos años personalidad propia. Fuí, simplemente, “la nieta de don Cirilo”. Y recuerdo ahora perfectamente, cómo unos años después, vi como sacaban a mi abuelo en hombros y lo transportaban hasta el cercano cementerio y cómo, tras él, medio Pozuelo le acompañó.
María del Pilar Palomo
Entre todas las fotos que conservo de mi elegantísima abuela Pilar prefiero la que inmortaliza la broma de su marido transportándola en una carretilla.
Pilar PalomoCarolina, una gata con calcetines
El hermano de Pilar Palomo alimentando a una vaca
Y cinco días después, por orden judicial, el sargento tuvo que enviar a una pareja de la guardia civil, debidamente uniformada, tricornio incluido, a rescatar a Carolina. La pareja volvió con la gata, me la entregaron y descansaron el abuelo, Manola y mis hermanos, porque yo dejé de llorar.
Puño y letra
María del Pilar Palomo, vecina ilustre, es autora de varios cuentos, escritos a mano, relacionados con su vida y las costumbres de Pozuelo. El insólito rescate de la gata Carolina es el segundo que publica en La Voz de Pozuelo y que nos descubre, entre otras cosas, que su abuelo era naturista.