Llevaba tiempo pensando en regresar al barrio. Después de pasar media vida entre sus cuatro calles un día de repente me quedé sin fuerzas. Algo me lo impedía a pesar de ser el paisaje de mi infancia y juventud. Desde aquella ocurrencia lejana de denominarlo públicamente “Barrio de los Elementos” han pasado muchas cosas y han dejado de pasar otras muchas. Como la renovación del entorno recogida en el Plan General de Ordenación Urbana aprobado hace casi dos décadas. Poco antes del confinamiento, charlaba con Felipe Piñero -le conocí recién nacido y le he visto crecer cerca de casa- sobre la necesidad de buscar soluciones y hacer público el informe de los bomberos que recorrieron la zona en febrero y la describe como una ratonera, de la importancia de demostrar que es pública y, sobre todo, de hacer llegar al Ayuntamiento los gritos de auxilio de sus habitantes. De los que formaron una familia en bloques de fachadas blancas -ahora ennegrecidas y desvencijadas- o edificios mezcla de corredores y corrala. De gentes humildes, sencillas y trabajadoras. Que llegaron de otras provincias en busca de un futuro mejor. Como Petra Nieto y Juan Barranco que hace medio siglo vendían quinientas barras de pan diarias en su tienda de la calle Tierra. Su historia es la primera de una serie que pretende reivindicar la identidad perdida de un entorno, a escasos metros de la Casa Consistorial, que en otro tiempo estuvo poblado de niños y actividad comercial y hostelera. De un barrio con cimientos sólidos que hoy se tambalean. Es una deuda que tengo pendiente.
Petra Nieto tiene ochenta y seis años y Juan Barranco ochenta y ocho. Nacieron en Jaén pero se conocieron en Aravaca. Los padres de ella fueron durante más de dos décadas guardeses de la Finca Porto Alegre y él vino con sus hermanos a buscarse la vida. Corrían los años cincuenta y un grupo de militares americanos comenzaba a instalarse en una colonia de hotelitos cercana al polideportivo Carlos Ruiz. Eso hizo que algunas jóvenes encontraran trabajo como empleadas de hogar o cuidando a sus pequeños. A eso se dedicaba Petra mientras Juan trabajaba con los albañiles y en los polvorines de Pozuelo. A finales de octubre de 1959 se casaron en el distrito madrileño y se instalaron, con parte de la familia de ambos, en un piso del Barrio de Las Flores.
Nueve meses después, el 31 de julio de 1960, nació su hija Paloma. Era el día del cumpleaños de su padre. A los cuatro años llegó Juan. El día de su santo. Aquella alegría se transformó en preocupación cuando, poco después, al cabeza de familia le diagnosticaron tuberculosis de la columna vertebral. Los especialistas determinaron que había que operar. Así que no tuvo más remedio que separarse de su familia y viajar solo a la isla de Pedrosa para someterse a una delicada intervención en el sanatorio marítimo; especializado en el tratamiento de enfermedades óseas y tuberculosas.
En Santander pasó más de un año y a su regreso tuvo que plantearse una vida laboral diferente para salir adelante. Así que se puso manos a otra obra y comenzó a ayudar a Petra en la tienda de ultramarinos que había abierto junto a su casa. Que pronto se quedó pequeña y fue sustituida por un puesto en la galería de alimentación de la calle Calvario donde las ventas se multiplicaron con la aparición de parejas jóvenes en el barrio y la entrega de las viviendas de San Roque y los primeros pisos de Gervasio. Finalmente, a finales de los sesenta, abrieron juntos una tienda en la calle Tierra, anexa a su nuevo hogar.
Con VéGé, empresa italiana de alimentación integrada hoy en el Grupo IFA, comenzaron una andadura comercial a gran escala. El completo surtido y las promociones animaban el consumo. Juan se hizo cargo del reparto a domicilio. Primero en moto con sidecar y después en furgoneta. Justo cuando a la clientela de gentes sencillas se incorporaba otra de clase social diferente compuesta por políticos, empresarios y representantes del mundo de la cultura o el espectáculo recién instalados en chalés de Somosaguas y otras urbanizaciones. Todavía faltaban décadas para la llegada de las grandes superficies comerciales y había que paliar las necesidades de todo el vecindario.
Bocadillos, donuts y café caliente
Petra y Juan estuvieron treinta años a pie de mostrador y fueron testigos de la gran transformación del pueblo, los productos y los hábitos de consumo. Comenzaron vendiendo legumbres, pasta, arroz, azúcar y harina a granel que pesaban en romana -antes de incorporar la balanza- y colocaban en bolsas de estraza.
Sin embargo, el protagonista del envasado en la tienda del Barrio de los Elementos era el papel rectangular de color gris y doble cara -mezcla de fino cartón y plástico transparente- que Petra adaptaba a cada necesidad. Lo mismo lo convertía en cucurucho para acomodar la fruta que envolvía el fiambre que anotaba los precios para hacer la cuenta antes de recortarla y entregarla para su comprobación en casa. Aunque pocas veces se equivocaba. Dice que siempre se le han dado bien los números. Todas estas tareas, y alguna más como cortar fiambre, las hacía con una rapidez más propia del lejano oeste. Pero en lugar de chaleco y sombrero, llevaba bata blanca y pañuelo.
Petra recuerda que abría la tienda a las nueve de la mañana y había gente esperando para entrar. Además de repartidores. Como vendía pan -hasta quinientas barras diarias que recogían a la seis de la panificadora- alguno se acercaba en busca del bocadillo para el almuerzo, con relleno a elegir, o el donut para el recreo. El pastelito más famoso de los setenta y los ochenta era el preferido del personal del Consultorio Médico de la Seguridad Social que, antes de en los Caminos de las Huertas y Alcorcón, estuvo en la calle Calvario. “Me los encargaban por teléfono y luego se los llevaban con café recién hecho. Cada mañana les preparaba una cafetera”.
Lo que tampoco olvida es aquella vez que una clienta encontró un anzuelo en un postre de una conocida marca de yogures. Le llevó el vasito para que lo viera pero no quiso denunciar a la empresa. Mientras lo cuenta reconoce que jamás tuvo un problema con quienes compraron en su tienda. A pesar de poder atravesar dificultades económicas. Había quien pagaba en el acto, cada quince días o a mes vencido pero religiosamente. La confianza era tanta que un día dejó a unas vecinas a cargo del negocio porque tenía que examinarse del carné de conducir. Por cierto… lo sacó a la primera.
Las uvas de Felipe VI
Juan también guarda anécdotas de su pasado al volante de una furgoneta de reparto. Conoció a Miguel Bosé cuando era un niño. En ocasiones completaba las entregas de las compras en su tienda con tabaco o medicamentos. Por encargo de clientes que no tenían farmacia o estanco cerca de su residencia. Hacía los recados y les facilitaba la vida en la medida de sus posibilidades; ejerciendo hasta de mecánico si era necesario. “Una vez puse en marcha el coche a la infanta Pilar de Borbón porque hubo una tormenta muy grande y no arrancaba; se le había mojado el delco”.
No fue el único miembro de la familia real con quien coincidió en otra época. Una vez, dejando un pedido en casa de José Lladó, su hijo se acercó a la furgoneta con un amigo que se interesó por las uvas. Un racimo desapareció antes de llegar a la cocina del empresario. Se llamaba Felipe de Borbón. Hoy es el Rey Felipe VI.
Asunción Mateos Villar