Gregorio Collado era un adolescente cuando se quedó sin padres. Tuvo que dejar los estudios porque no podía pagar los libros de texto. Así que decidió buscarse la vida entre sartenes y cacerolas. Primero como pinche en el Hotel Continental de Ávila y luego como jefe de cocina. Hasta que cambia de rumbo y viene a Madrid en busca de nuevas oportunidades. Las encuentra en El Laurel de Baco. Pero Goyo, que conoció a la actriz Sara Montiel y al futbolista Puskas, quería volar por su cuenta. En Begoña -ahora en venta- surcó los cielos de Pozuelo.
El Laurel de Baco era un restaurante del barrio de Moncloa frecuentado por una clientela variopinta. Desde militares y diplomáticos a quienes abandonaban España en busca de una vida mejor y almorzaban en sus salones antes de subirse a un tren con destino Suiza o Alemania. Primero como segundo y luego como Jefe de Cocina Gregorio Collado servía miles de raciones de paella, ragout de ternera, entremeses y pollo asado todos los martes.
Situado en la calle Arcipreste de Hita fue fábrica de cervezas pero servía comidas y organizaba, además de bodas y comuniones, eventos dentro y fuera de sus salones. Algunos de ámbito político, militar y diplomático. Goyo, que acaba de cumplir setenta y cinco años, recuerda la vez que les encargaron el menú que se iba a servir en la inauguración de la presa de Buitrago de Lozoya a la que acudía Franco y que se abrasó las manos haciendo tortillas. Estaba previsto que unas doscientas personas acudieran a comer con el General pero fueron muchas más así que colocaron piedras, prepararon el fuego, pelaron patatas, batieron huevos y se pusieron manos a la obra.
A Ferenc Puskas lo conoció en la Feria Internacional del Campo. El jugador húngaro del Real Madrid pasó por el pabellón de Argentina, seguramente por recomendación de Alfredo di Stefano, para disfrutar de la carne que el fundador de Begoña preparaba en un asador de más de dos metros. Un cocinero de Buenos Aires le había enseñado a cocinar matambre, tira, chinchulines y bife de chorizo y lomo. Lo mismo ponía la carne en el asador que tamizaba cremas para Sara Montiel y Alberto Cortez en La Campiña, el restaurante que los propietarios de El Laurel de Baco tenían en la Cuesta de Santo Domingo.
Ahora que está jubilado reconoce que no quería que le mandara nadie. Quizás por eso rechazó una oferta para trabajar como jefe de cocina en la Escuela de Estado Mayor y otra en la Embajada de España en Viena. Prefirió montar una casa de comidas en un sótano de Moncloa al que empezaron a acudir cientos de universitarios que pagaban siete pesetas por un menú del día.
Hamburguesas y pinceles
El mesón de la tortilla. El aperitivo. Begoña. Son las aventuras profesionales que un día convirtieron al protagonista de esta historia en hostelero de referencia en Pozuelo. Cuando trabajaba en el bar que rendía homenaje al plato estrella de la gastronomía española casi se lo llevan al cuartelillo por culpa de un malentendido con un jamón. En esa época, y a pesar de las pequeñas dimensiones del local, servía en varios turnos más de un centenar de comidas diarias, sobre todo a los obreros que levantaban las urbanizaciones a las afueras del pueblo.
Las bravas y los ibéricos de la granja familiar eran las estrellas de El Aperitivo. Cuando habla de la receta secreta de la salsa -que sólo su hija conoce- no puedo evitar pensar en el Crustáceo Crujiente, el restaurante de ficción de la serie Bob Esponja, y en la fórmula secreta de las Burger-Cangre-Burger; unas hamburguesas con tanto tirón en fondo de bikini como las de Begoña en Pozuelo.
Si hay un lugar tan recordado como El Norte, la pastelería de Pedro Nieto o la tienda de Saturnino es Begoña. Estaba y está -aunque ahora cerrado y en venta- en la calle Reina Mercedes y era un punto de encuentro para los amantes de las hamburguesas y los sándwiches. Sobre todo los fines de semana.
El café bar era algo más que el mejor sitio del pueblo para disfrutar de deliciosas cenas informales en pareja o con amigos regadas con kétchup y mostaza. Porque tenía churrera en la cocina y se preparaban a diario churros para convertir en ritual el desayuno de sus clientes. Lo mismo pasaba con las tortitas y las meriendas.
Al jubilarse hace una década Goyo cambió cazuelas por lienzos y espumaderas por pinceles. Poco después ganó dos concursos de carteles de Fiestas Patronales.
Asunción Mateos Villar