Juan Jiménez vino al mundo hace setenta y ocho años en un lugar de la Mancha. Días después de que los Reyes Magos pasaran de largo. Durante la posguerra solían hacerlo a menudo por la España rural. De Villaminaya salió una mañana en autobús y se subió a un tren en Mascaraque rumbo a Madrid. Tenía doce años y una maleta con la muda, un jersey y un pantalón. Estaba dispuesto a comerse el mundo. Empezó con un par de boquerones con aceituna que le costaron su primer empleo. Reconoce que las pasó canutas sobre todo al llegar y que lloró mucho. Hasta pensó en volverse al pueblo. Pero no lo hizo. Con esfuerzo, dedicación y más de media vida sin vacaciones se convirtió en un gran profesional de la hostelería. Lo de trabajar y echar raíces en Pozuelo de Alarcón fue porque Martín Gómez vio al polvorilla en Casa Santiago. A la calle Luis Béjar llegó con poco más de veinte años y unas cajas de gambas bajo el brazo. Para tomar las riendas de un bar bien montado que no acababa de funcionar. Todo un reto que superó con éxito a los pocos meses de su reapertura. En JOSMAR puso de moda el aperitivo selecto y las raciones a la plancha. También el trato amable y cercano. Con el apoyo de su padre, Socorro, y de su hermana Margarita que se vinieron de Toledo. Pero Juanito quería abrir su propio restaurante y compró dos locales donde entonces acababa el pueblo; en la calle Cirilo Palomo. En 1975 nacía MARISQUERÍA JUANITO. Luego vino el chiringuito del CAMPO DE TIRO de Majadahonda. Y hace poco una mañana entrañable con la abajo firmante, en su casa de La Cabaña, para recordar otros tiempos. Que comienzan aquí y ahora.
La madre de Juanito murió a los pocos días de nacer su segunda hermana. Tenía algo más de treinta años y la perdió cuando más la necesitaba. Sus abuelos se tuvieron que hacer cargo de tres pequeños mientras su padre trabajaba en el campo y en lo que salía. Pero salía poco y a pesar de su corta edad el protagonista de esta historia tenía claro que echando una mano a Luis en su taberna no tenía futuro. Tampoco aplastando hierba en el pajar. Así que cuando un primo de su padre, que se había marchado a Madrid, volvió al pueblo de visita empezó a darle vueltas a la idea de irse a la capital. Hasta que convenció a su progenitor y salió de Villaminaya sin volver la vista atrás. Sin embargo, al llegar a Atocha se asustó mucho. “Yo solito con mi maletita en una ciudad tan grande… preguntando a la gente comencé a caminar hasta llegar a la calle Santa Isabel donde vivía nuestro familiar con la intención de emplearme lo antes posible”.
Ese fue el comienzo de la aventura. A los cuatro días de llegar se puso a buscar trabajo por los bares sin alejarse demasiado. En dirección Lavapiés paró en Los Caracoles y concertó una cita con el dueño. Nada más llegar le enseñó una cocina pequeña con un ventanuco y le dijo que preparase allí unos pinchitos con medio boquerón y aceituna. Y Juanito que tenía más hambre que Carpanta se comió dos o tres. “El hombre que me pilla, me coge de una oreja y me echa. Salí de allí llorando”.
Vuelve a soltar unas lágrimas, sesenta y cinco años después, recordando su ruta ofreciéndose para limpiar mesas, fregar suelos o como chico de los recados. No le hacían caso o se reían en su carita. Pero su suerte estaba a punto de cambiar. Justo donde acaba el Paseo de las Delicias. En Bar Gómez. Como prácticamente no sabía leer desconocía que era el apellido del señor con gafas que hojeaba el periódico cuando atravesó la puerta. “No me atreví a decirle nada y me marchaba cuando su mujer me vio y le preguntó ¿y ese niño? Entonces me puse a hablar con ella y le dije que me había venido del pueblo, que se me había muerto la madre y que no encontraba trabajo”. Sigue emocionado mientras cuenta que la señora intercedió con un cógele Gómez, que te ayude a cargar los sifones y a repartir las garrafas de vino y que le recogieron como al perrito de San Antón.
- ¿Y cómo resultó tu primera experiencia laboral en el barrio de Arganzuela?
Estuve tres años trabajando en Bar Gómez cargando unos veinte o treinta sifones diarios y repartiendo vino a cambio de comida y hospedaje. En la pensión que estaba justo encima compartía habitación con un chaval de Sevilla. También me metieron dos horas en una academia para que aprendiera las letras y los números. Recuerdo que había una bodega. A los seis o siete meses de estar allí el dueño me encargó traspasar el vino de unos pellejos que me parecían gigantes a garrafas de quince litros. Pero uno de ellos se me desparramó entero. Imagínate… si apenas tenía fuerza. Le dije que no me marcharía de su negocio hasta pagárselo. Y otra vez su mujer me echó un cable. Cuando no pudo hacerlo fue el día que un compañero y yo aprovechamos la media tarde que teníamos libre para ir al cine. Nos metimos a ver “Los Diez Mandamientos” sin saber que la película era muy larga. Cuando volvimos las luces estaban apagadas y el local cerrado. Gómez nos tuvo tres meses sin salir. Y aquello me hizo pensar en un cambio de aires.
Con la ayuda de un camarero que viajó al pueblo para hablar con su padre y de un giro postal Juanito dejó de ser aprendiz de bodeguero. Estuvo poco tiempo en un bar de la calle Costa Rica porque enseguida le surgió una oportunidad en la céntrica plaza del Carmen y no la desaprovechó. En Casa Santiago se convirtió en un mocito y en todo profesional de la hostelería. Lo mismo cocinaba que atendía mesas o fregaba con lejía las tarimas en el patio. Para él no había horas. En aquellos tiempos ganaba 2.500 pesetas, un sueldo majo que le permitió comprarse una Ducati y visitar a la familia con traje y zapatos impecables. Al que quería escuchar le adelantaba que algún día tendría su propia taberna.
El rey de las gambas
Pero aún faltaba para que Juanito se convirtiera en Hostelero Mayor de Pozuelo de Alarcón. Todavía no se había cruzado en su vida Martín Gómez. El hortelano acudía a Casa Santiago los días de mercado. Los puestos se colocaban en la plaza del Carmen y allí vendía las lechugas y lombardas que cultivaba en el Camino de las Huertas. A Juanito le veía moverse como un polvorilla detrás de la barra y entre las mesas. Enseguida se dio cuenta de que era el encargado que necesitaba para resucitar el bar que tenía con su hermano en la calle Luis Béjar. Poco a poco le fue convenciendo y finalmente consiguió que cogiera las riendas de JOSMAR. “Yo ni siquiera sabía dónde estaba Pozuelo pero José Luis García, uno de mis clientes era de aquí, además de quinto de Martín, le hablé del asunto del alquiler y me llevó a verlo”.
A Juanito le gustó mucho. Bien montado, muy céntrico. Podía arriesgarse. Le sobraban las ganas y le faltaba el dinero pero se lío la manta a la cabeza -con la que luego se tapó en un colchón compartido del almacén- y llegó a un acuerdo con los hijos de Isidro Gómez. Como había terminado el servicio militar no habría interrupciones. Podría centrarse en un negocio que tenía claro desde el principio: presentarse a la clientela con el mejor marisco y los pescados más frescos. “Enseguida perdí la cuenta de las raciones de gambas a la plancha que podía servir en un fin de semana”.
La inauguración de JOSMAR en agosto de 1966 supuso todo un acontecimiento. No paraba de entrar gente. En los corrillos había alguno que no daba un duro por el manchego. Pero Juanito transformó la hostelería con raciones y aperitivos poco convencionales y alcanzó el éxito antes de lo imaginado. Las primeras Fiestas Patronales le dieron para comprarse un Simca que adaptó a sus necesidades instalándole un cajón para transportar la mercancía en óptimas condiciones. En una época en la que no existían las cámaras de refrigeración se las ingenió para inventarlas.
Antes de eso había tenido que vender su moto porque, tras más de una década trabajando en Casa Santiago, no le pagaron ni la liquidación. Con lo que le dieron y algo más que tenía ahorrado hizo cuentas y le quedaron 2.500 pesetas para hacer la compra. Como siempre ha sido un hombre de recursos se fue a la pescadería de un amigo y le contó que había abierto un bar y que necesitaba una cajita de gambas y otra de cigalas, calamares, boquerones, merluza… Juanito sabía que no disponía de dinero suficiente pero el pescadero estaba tan liado que le dijo que se llevara el género y que volviera otro día a pagárselo. “Salí corriendo con las cajas y los paquetes y me dije soy el rey”.
Rocío Jurado, el payaso de la tele y otro Juanito
No puede evitar levantarse y reír a carcajadas recordando el episodio. De hecho no ha parado de moverse desde mi llegada a su salón panorámico. Para mí que Juanito es de naturaleza inquieta. Viendo fotos antiguas bromea diciendo que con ese cuerpecillo que Dios le ha dado tenía que haber sido torero -y añade me cago en la leche- pero yo diría que tiene más dotes para la interpretación que para la tauromaquia a la que, por cierto, es aficionado. Estoy por asegurar que su mujer lo ha pensado alguna vez.
Jacinta ha seguido atentamente el relato de unos hechos que conoce a la perfección completándolo de vez en cuando. Con eso de que las chaquetillas de JOSMAR se lavaban en La Poza o que siempre han tenido un público extraordinario. No me extraña. Ellos también son extraordinarios.
El tiempo corre como el vino con nombre y apellido de nuestras copas. Y todavía no hemos hablado de la marisquería. Abrió sus puertas en 1975 en la calle Cirilo Palomo con la bendición de Don José Manuel y las cerró en 2015. Juanito compró a Gervasio dos bajos comerciales donde entonces acababa el pueblo. Conocía al constructor porque le ofreció un piso encima de JOSMAR cuando se enteró de que dormía en el almacén con su padre. Luego se hicieron amigos y compartieron monterías.
En Marisquería JUANITO se celebraron reuniones, comidas de empresa, bautizos y comuniones. El restaurante fue un punto de encuentro para los amantes de la buena cocina y las sobremesas. Pedro Carrasco encargaba nécoras para Rocío Jurado y el payaso Gaby solía pedir su plato favorito: riñones de lechal a la parrilla.
Si dejara de escribir ahora se me quedarían en el tintero el chiringuito en el CAMPO DE TIRO de Majadahonda que Juanito gestionó con Arturo San Millán y sus años en la peña Los Mingas donde cosechó grandes éxitos en diferentes campeonatos. También su boda con Jacinta en 1976. Se celebró en Castellar y encargaron a Gabriel Gómez las fotografías oficiales. Dos días estuvo siguiendo a los novios por ese lugar de Valdepeñas en el que se habían conocido cuando ella tenía quince años.
A partir de ese momento los recién casados tuvieron que renunciar a tanto… desde el viaje nupcial a las vacaciones estivales pasando por las excursiones con los niños. El mayor, Raúl, se ha criado entre comandas y el pequeño, Juan Miguel, fue el maître más joven de España. Reconocen que han trabajado duro y que el mundo de la restauración es muy sacrificado pero también que han disfrutado mucho. Sobre todo cuando bajaban el cierre de su restaurante y acudían a los tablaos y salas de fiesta madrileñas. Porque siempre les ha gustado el flamenquito. En una de sus incursiones Juanito se encontró a otro Juanito (Valderrama).
Y podría seguir con El Niño de Valdepeñas -hermano de Jacinta- y sus fantásticas arrancadas por fandangos o bulerías. O el préstamo de su Mercedes nada más estrenarlo a unos clientes que se quedaron tirados con su coche. O el paso de Juanito por el quirófano para una intervención relativamente sencilla y la realización de otra de mayor calado. O la alegría de las gallinitas que ahora se le acercan al sonido de pisi pisi pisi.
Pero en algún sitio hay que dejarlo. La vida del restaurador y su esposa dan para una novela. O mejor, para una trilogía. Quizás su hijo Juan Miguel -mi colega- se anime a escribirla.
Asunción Mateos Villar
De Colmenar Viejo a La Cabaña